Atardeceres de vino y rosas (o, mejor aún, bocados exquisitos de Galicia) en la terraza más alta de las Rías Baixas
AGRICULTURA

Las Tardes do Atlántico de la bodega Martín Códax abren en canal los sentidos y hacen entender que si somos lo que somos es por obra y gracia de dónde estamos; frente al mar y rodeados de viñedos centenarios
03 jul 2025 . Actualizado a las 17:44 h.Los gallegos, esos seres que supuestamente respondemos siempre a medias, sabemos preguntarnos bien a nosotros mismos. Al fin y al cabo, fueron unos roqueros o punkarras gallegos (dependiendo a quién se le pregunte) con nombre tremendista los que, como mismísimos filósofos griegos, convirtieron en himno eso de «¿quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos?». Esos interrogantes que salían de la garganta rota de Julián Hernández, líder de Siniestro Total, siguen ahí. O deberían continuar. ¿Acaso no es imprescindible mirar atrás para ir hacia adelante? Precisamente, hay lugares, momentos y circunstancias que nos conectan bien con esas preguntas y, mejor aún, que hasta nos dan respuestas. Ocurrió al atardecer del miércoles dos de julio en Cambados, en la terraza mágica de la bodega Martín Códax, uno de esos sitios donde los sentidos y las emociones se abren en canal. Y seguramente vuelva a pasar cada miércoles de julio y agosto. Porque ese día de la semana se celebran as Tardes do Atlántico, donde la excusa es maridar vino con gastronomía en una cata con privilegiado telón de fondo. Pero lo importante es que ni son elaboraciones ni comidas cualquiera: son lo que fuimos, somos y seremos.
A las ocho, con el sol haciéndose el remolón en el cielo sobre el mar de O Salnés y una buena temperatura de verano gallega (la rebequita ni hacía falta ni dejaba de hacer) comenzó el espectáculo. Saludó primero Jorge Pallarés, que es el director de márketing de Martín Códax y que dio la bienvenida a esas Tardes do Atlántico donde, dijo él, lo fundamental es conectar el vino con la gastronomía siendo fieles al territorio, al sitio donde nacen las uvas, se suda la camiseta en la vendimia y se cocina con lo que da la tierra y el mar. La sesión de este miércoles seguía el guion habitual, que se repetirá a lo largo del verano, en la que un cocinero pone su talento a disposición de los vinos de la bodega. Sin embargo, como siempre, parecía algo único. Y lo semejaba ya antes de que el respetable probase el primer sorbo o bocado por el entusiasmo y energía con la que lo contaba todo Javier Paadín, sumiller de Martín Códax, maestro de ceremonias y sobre todo y ante todo, un tipo capaz de hacer, copa en mano, poesía de la que no rima pero llega al alma.
Fue Paadín el que empezó hablando de qué significaba probar el primer vino de la velada, un albariño del 2024 de Martín Códax. Con la copa en la mano, dando instrucciones sobre cómo y en qué momento hacerla girar para redoblar su fragancia, el sumiller señalaba que un vino tiene que hacer viajar. Llevarte a algún lado. Hablarte de algún sitio. Y que el albariño, el de la Denominación de Orixe Rías Baixas que elabora esta bodega, cuenta la historia de unos viñedos que medran a escasos centímetros del mar. Que es sal y uva.
Con el viaje en marcha, el cocinero Nel Parada, del restaurante Nordestada de Portosín (en Porto do Son), se sumó a la fiesta porque ofreció al respetable una ensaladilla para maridarlo con la frescura del albariño. ¡Qué ensaladilla! Llevaba tartar de bonito de Celeiro y al paladar conectaba con la brisa suave que en aquel momento soplaba en la cima de la bodega. Nada de trozos de zanahoria por aquí. Ni de patatas por allá. Todo era armonía en una tapa que el público, sentado en la terraza frente al mar, devoró entre sorbo y sorbo de albariño.
Nel, uno de esos cocineros enamorados hasta las trancas de Galicia, un tipo de Ribeira que un día pasó por Portosín, se enamoró del local de la vieja lonja y se empeñó en abrir allí un restaurante que ya es un icono de la cocina vanguardista en las tierras de Barbanza, tenía más que ofrecer. Pero, para poder hacerlo, había que descorchar otra botella de Martín Códax. El sumiller presentó entonces el vino Organistrum, de la añada del 2020. Javier Padín jugó con el público a adivinar su aroma. Salieron a relucir sus toques amaderados, los que le da el haber envejecido en barrica de madera. Y Nel puso sobre la mesa xarda ahumada con una cama de setas que encajaba al caldo cual zapatito de cristal a Cenicienta. Como el detalle importa, la xarda iba sazonada con aromas de Japón, con unas virutas de lomos de atún seco llamadas katsuobushi que, ojo al dato, hace con esmero una empresa de O Porriño.
Como si fuesen las mismísimas bodas de Caná, donde dicen que el vino más especial llegó al final, a los postres apareció la elaboracdión más singular de Martín Códax, el Gallaecia. El sumiller le pidió a la enóloga de la bodega, Aránzazu Álvarez, que le acompañase para presentarlo. Ella contó que en los treinta años de historia de la empresa, solamente se pudieron sacar once añadas de Gallaecia. ¿Por qué? Porque es un vino «de vendima tardía». Así, sus uvas se reservan y, un mes después de la cosecha, se vendimian. Solo sirven para hacer el vino si en esos treinta días de gracia se dan unas condiciones de humedad, viento y lluvia idóneas para que un hongo ataque la piel del fruto de una manera específica, obrando el milagro de la pasificación, y la uva esté en el punto para el Gallaecia.
Escucharla mirando de frente a los viñedos, imaginando lo caprichosa que puede llegar a ser la lluvia en Galicia, se entendía perfectamente el mimo con el que tratan a este vino en la bodega. ¿Qué postre podía ser digno de maridarse con él? Era difícil. Tanto, que Nel hasta retrasó unos segundos su presentación. Pero el cocinero natural de Ribeira y con fogones en Portosín no defraudó con su apuesta. Presentó un flan de yemas con una capa de nata especiada con aromas chinos que era algo así como un trocito dolce vita en la boca. Había que degustar tras él el Gallaecia para no olvidarse de que todavía se estaba con los pies en la tierra cambadesa y no danzando en algún palacio italiano.
Quedaba la ceremonia final; degüelle con sable de una botella del espumoso Martín Códax para acompañarlo con un bombón con chocolate blanco de Madagascar y negro de Colombia. Y, sobre todo y ante todo, para brindar. Cómo no. Porque el mundo, si no lo es, al menos parece bastante más bonito en las Tardes do Atlántico.