Diego Guerrero, chef: «Mi cocina es un espectáculo sin fuegos artificiales»

SABE BIEN

En el 2013, con dos estrellas en su delantal, abandonó El Club Allard para concebir su proyecto, DSTAgE. No tardó en recuperar las estrellas y, lo más importante, ha sido quien de articular un discurso y un concepto, basados en la esencia, que hoy son referenciales en la cocina creativa

29 ago 2021 . Actualizado a las 13:32 h.

Abandonar la inercia y romper con las normas siempre supone un ejercicio de valentía, siempre acarrea un riesgo. Pero esa valentía y ese riesgo se amplifican de modo sustancial cuando las normas son las propias, las que uno determinó en algún momento, quizá creyéndolas inmutables, eternas. Diego Guerrero (Vitoria, 1975) ha convertido esa máxima transgresora en el germen de su creatividad. Y DSTAgE es su santuario. Un restaurante que es, al mismo tiempo y como su nombre indica, un escenario. En el que cada día se ponen en escena dos espectáculos. Desprovistos de artificio, eso sí. Cada vez más. «Yo estoy intentando desnudar al máximo mi cocina, hacer algo más esencial, llegar a la pureza, a la sencillez de los sabios», explica. Y ese es un camino difícil. Y más lento. «Porque te vas a encontrar con muchísima incomprensión. Pero cuando te das cuenta de que te sale de las tripas, de que aunque no te entendiera nadie tú serías incapaz de hacer otra cosa, no hay vuelta atrás».

—¿La cocina puede o debe convertirse en un espectáculo?

—Lo es. Pero un espectáculo no tienen por qué ser fuegos artificiales. Hay películas que requieren de naves, disparos, de cohetes, de bombas..., y otras que igual son dos personas hablando 90 minutos en una misma localización, pero resulta que te emociona más. Porque te lleva a otros sitios, te conmueve, te hace pensar... Para mí, ahí está el arte realmente. Y ese el camino que me interesa. El decir «te voy a emocionar con dos personas hablando». Para mí, eso es espectáculo también. Además de que es de las pocas, por no decir la única, experiencia cognitiva donde entran en juego los cinco sentidos.

—¿Siente que en los últimos años la cocina de creación se ha democratizado?

—La cocina y la gastronomía en general son muy permeables a lo que ocurre en la sociedad. Y si la sociedad está cambiando, y cada vez más rápido. Eso se tiene que notar en la cocina, por narices. No queda otra. De lo contrario seríamos seres anacrónicos. Pero si te das cuenta nuestro oficio siempre ha sido súper democrático, porque al final el público es quien decide. Tú puedes crear la propuesta que quieras, pero es el público el que va a hacer que sobrevivas o no, que tengas más éxito o menos, y que lo que tú propones funcione mejor o peor. Yo creo que pocas profesiones hay más democráticas que esta.

—Ya, una democracia pero casi siempre dentro y para una élite.

—Puede que sí. Y nosotros ahí teníamos un reto. Podíamos haber echado el balón fuera y decir «como hay un tipo de público que no nos entiende, ni lo intento». Pero ha sido al revés. El reto estaba en acercarnos a ese público, hacerles comprender que todo tiene que convivir y que necesitamos unos de otros. Si todo fueran lentejas, me aburriría como una ostra. Pero si todo fuera caviar o todo cocina creativa, también. Al final, lo que quieres es diversidad y pluralidad. Yo necesito todo, desde luego. Cuando me preguntan cuál es mi plato favorito, siempre digo que depende de cuándo y cómo me pilles. Igual estoy en Galicia, en El Náutico de San Vicente (O Grove), me sacas unos berberechos con una Estrella, y ya soy el tío más feliz del mundo. Pero igual estoy en Segovia y entonces me va a emocionar más un cordero asado. O estoy en mi casa y con una ensalada de tomate soy feliz... Cada sitio es diferente y cada momento es único. Y creo así que hay que vivirlo.

—Ha contado que a los 18 años eligió ser cocinero por rebeldía. ¿Qué queda en el Diego Guerrero de hoy de aquel espíritu rebelde?

—Rebelde e inconformista lo sigo siendo. ¡Imagínate! Dejar hace siete años toda mi zona de confort y empezar de cero, solo, sin socios y sin un duro, para hacer justo lo opuesto a lo que estaba haciendo. Eso un poco de espíritu inconformista destila, ¿no?... No sé, yo siempre lo he visto todo como una oportunidad. Siempre veo que hay mucho que contar, mucho que hacer, mucho que investigar y que experimentar. Me aburro si estoy demasiado tiempo parado. Y es que además disfruto planteándome retos. Estar siempre a punto de comenzar es la mejor manera de avanzar. Cada vez juzgo menos e intento aprender más.

«Los parámetros del lujo han cambiado. Hoy el lujo no tiene que ver con el exceso ni con el derroche»

—«Irreductible» tituló el libro que publicó en el 2016. ¿Es un concepto que sigue vigente?

—Sí, y de hecho con la pandemia lo he escuchado mucho más. Igual que otros términos que también utilizaba en aquel libro como resiliencia o reinvención. Cada vez que los escuchaba pensaba: «Joder, yo es que llevo 7 años reinventándome. Cada día que vengo me planteo algo nuevo». No queda otra. Es mi naturaleza y es bien recibida.

—¿Ni siquiera la pandemia le ha hecho flaquear?

—Bueno, no lo he pasado bien, pero me di cuenta de que parar no era la actitud. Enseguida nos pusimos a trabajar con José Andrés en World Central Kitchen. Dejamos de facturar, pero yo no sentí que estaba parado. Cada día iba a la cocina. De otra manera, en otro formato y con otro aprendizaje. Cocinar para mil personas cada día era otra historia. Pero me vino muy bien. Me mantuvo superactivo no solo a nivel físico sino también mental. Y en cuanto pudimos abrir, en julio del año pasado, abrimos. Con una máxima: no volver a cerrar. A no ser que nos lo impongan por ley, claro. Pero por mal que fuera el negocio, por raros que fueran los tiempos, la máxima era ser más creativos que nunca y seguir adelante a toda costa.

-—¿Qué ha cambiado en Diego Guerrero desde el inicio de la pandemia?

—Igual me he vuelto más irreductible todavía. Antes, cuando había un problema me agobiaba muchísimo. Ahora, cuando lo hay, que por supuesto los sigue habiendo, pienso: «He pasado una pandemia, he cerrado el restaurante, he vuelto abrir, me he quedado solo, me he vuelto a reagrupar... Y sigo aquí». Y de repente el problema pasa a convertirse en algo muy pequeño. La pandemia me ha ayudado mucho a dimensionar las cosas. Los problemas siguen estando ahí, pero no me agobio tanto. Eso es un aprendizaje brutal.

—Siempre que habla de su menú habla de él como un discurso. ¿Por qué?

—Si quiero ser coherente con lo que hago y con lo que digo, y digo que yo me hice cocinero hace 28 años porque buscaba un lenguaje con el que expresarme, lógicamente mis palabras son mis platos y mi discurso es mi menú, el que conforma ese mensaje, lo que yo quiero contarte.

—Ese discurso sería... ¿emocionante, sorprendente, divertido, comprometido, revolucionario?

—¿Puedo decir todas? (Se ríe). Y también añadiría reflexivo. Aunque tendría matices para cada cosa. La emoción, por ejemplo, también está en cada uno. La actitud de cada persona que entra por la puerta es determinante para que la experiencia sea de una manera u otra.

—A la hora de crear un plato, ¿qué porcentaje de importancia le da al producto y cuál a la técnica?

—Cada vez intento ser más completo, ecualizar bien y saber cuándo le tengo que dar más importancia al producto, cuándo a la creatividad y cuándo a la técnica. E intentar siempre que estén muy en armonía en el plato. No hacer técnica por técnica, ni producto solo por producto. Para mí hay una cuestión muy importante, que es, ¿cuándo se acaba un plato? Tú coge cualquier plato mío: el calamar a la romana, la rosa de piquillo o la compota de manzana cruda con guisantes... Si alguien me dijera: «Hombre, a esto le podrías añadir unos daditos de jamón». Claro que sí. Y una yema de huevo. Y un jugo de carne. Y un encebollado. Y todo va. Pero yo he decido pararlo aquí porque, aunque a ti te pueda resultar más goloso, yo pienso que lo que voy a añadir va a desdibujar lo que quiero contar.

—¿Y qué quiere contar?

—Quiero contarte cómo soy. O, mejor, que tú lo descubras. Yo no estoy aquí para mandar mensajes revolucionarios al mundo. Lo que quiero es que te lo pases bien, que te diviertas, que te emociones, que descubras... Eso es lo que quiero que veas: verdad.

—Hay una nueva generación de cocineros, de la que forma parte, que han incorporado el sentido de humor a la cocina. Buscan, de alguna manera, desacralizarla?

—Sí, claro. Afortunadamente han caído ciertos muros y hoy estamos todos mucho más cerca unos de otros. Si al final, cuando entras por la puerta, yo tengo más miedo que tú. Yo lo que quiero es que a ti te guste. Y gano mucho más siendo simpático y cercano que siendo un tío prepotente y distante y haciendo de esto algo solemne, como para asustarte. Fingir todos los días, dos servicios al día, sería agotador. No habría seguido con esto.

—Es uno de los cocineros que participa en el proyecto «Imperfectxs». De hecho, suya es la primera «masterclass» que se ha colgado en su web. ¿De dónde nace ese compromiso, no ya con la sostenibilidad sino incluso un paso más allá?

—En mi caso tiene que ver con cómo es uno. Si miro para atrás, yo me hice cocinero para contar cosas y eso tiene mucho que ver con lo que me va pasando como persona, como ser humano dentro de una sociedad. Y entre las cosas que me pasan está esa conciencia con el planeta, con cómo consumimos, con cómo comemos... Por suerte, a través de mi trabajo tengo un canal perfecto para poder expresar mis inquietudes. Y va un poco por ahí. Si algo me preocupa como persona tiene que tener un reflejo en mi cocina. Si no mi cocina no sería del todo coherente, ¿no?

—Durante mucho tiempo la alta cocina fue el paradigma del derroche.

—Pero los parámetros del lujo han cambiado. Para la sociedad actual lo lujoso no tiene que ver con lo que se entendía como tal hace no demasiado tiempo. El lujo ya no es solo el exceso, el derroche, el desaprovechar la mayor parte de una pieza para darte solo una pequeña parte. Afortunadamente eso ya no es lo que prima. Yo, por ejemplo, en DSTAgE no tengo mantelería porque así ahorro en agua, en detergente y en lavandería. Eso antes no habría entrado en los parámetros del lujo. Me habrían dicho que tengo las mesas sin terminar. Hoy no hay problema. Se están democratizando los discursos, se va entendiendo que hay más alternativas y yo creo que la gente también está muy receptiva a todos estos cambios. Incluso son ellos quienes muchas veces nos los demandan.

—Vengamos a Galicia. ¿Qué le sugiere esta tierra?

—Casa, cada vez más. Galicia me sugiere casa. Cada vez lo organizo menos y voy más. Cojo la furgoneta y voy. En Galicia tengo amigos muy amigos, muy de verdad. A pesar de ser cocineros (se ríe) son grandes amigos. La amistad no es por la profesión, sino por la persona. De hecho, cuando estamos juntos hablamos muy poco de cocina.

—¿Y qué le sugiere la gastronomía gallega?

—Un paraíso. Es que en Galicia tengo todo lo que me gusta. Tengo gastronomía espectacular, tengo producto, tengo grandísimos restaurantes y grandísimos cocineros, pero también tengo música, tengo playas, tengo olas... Igual suena a discurso políticamente correcto, pero te prometo que es la verdad. Para mí Galicia lo tiene todo y siempre me pasan cosas muy bonitas. No necesito nada más. De los sitios a donde voy es donde más en casa me siento.

—Galicia casi siempre había estado asociada a la cocina tradicional, pero de unos años a esta parte ha surgido una generación de cocineros que le han dado un revolcón.

—(Interrumpe) Y lo han hecho sin olvidarse ni un segundo de la tradición. Eso es quizá la parte más destacable. La cocina de Galicia se ha revolucionado sin desmerecer ni dejar a un lado la cocina tradicional. Los cocineros gallegos son los que más reivindican su cocina, su tierra, sus raíces, su producto, su huerta..., todo. Es algo muy bien hecho desde los cimientos. No es un bluf, no responde a una tendencia. Ahí hay solidez, hay conocimiento, hay mucho trabajo de muchos años, mucha pasión y mucho amor por lo que se hace. Y eso se transmite en cada restaurante al que vas.

«En Galicia lo tengo todo. De los sitios a donde voy es donde más en casa me siento»

—Incluso en los festivales de música. Ahí está el ejemplo del Portamérica, al que usted es asiduo. ¿Cómo es esa experiencia, qué le aporta?

—Me aporta América (se ríe). No, en serio, para nosotros es el viaje del año. Al Portamérica vamos todo el equipo de DSTAgE. No va un cocinero con dos ayudantes. No, no, vamos todos. Cocineros, camareros, back office... Vamos como 20 personas. Y es una maravilla. Cuando tienes gente con el talento y la pasión que tiene todo el equipo del Portamérica, es que es las cosas tienen que salir bien. Ese festival es la prueba fehaciente de que gastronomía y música maridan perfectamente.

—En el cartel del Portamérica 2020, edición que finalmente no se pudo celebrar, los nombres de los cocineros iban al mismo tamaño que los de los grupos. ¿Son los cocineros las nuevas estrellas el rock?

—No, para nada. El que dice eso no sabe realmente cómo vive un cocinero. Y creo que tampoco sabe cómo vive una estrella del rock. Ya te digo yo que no tenemos la misma vida. No creo que Mick Jagger se levante a la misma hora que me levanto yo. Yo, si acaso, le encuentro más similitudes con un actor. Por eso a mi restaurante le llame DSTAgE, el escenario, porque nosotros, el equipo de cocina y el de sala, somos como un cuerpo de teatro que damos dos funciones al día. Nuestra obra es el menú y nosotros tenemos que hacer esa performance de contártelo.

—Confiésenos cuál es ese lugar discreto al que le encanta ir a comer.

—Pues mira, me gusta mucho ir a comer kokotxas a la brasa al asador Xixario, en Orio.

—¿Y algún sitio inconfesable en el que alguna vez haya caído?

—No, es que no me atraen nada. Y de verdad que yo como supernormal. No soy de ir a muchos restaurantes gastronómicos. Pero tampoco me sientan bien las guarradas.

—Defina en pocas palabras cada uno de sus dos restaurantes, DSTAgE y DSpeak.

—DSTAgE es un sitio donde ir a vivir una experiencia y donde te pasan cosas diferentes, donde no solo vas a disfrutar, sino también a investigar y descubrir. DSpeak lo veo como el sitio donde yo iría a comer cada domingo. Es un sitio sano, en todos los sentidos. Un sitio que no te cansas de repetir.