La Galicia profunda: soy culpable

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

02 nov 2021 . Actualizado a las 10:16 h.

Les explico mi desacougo. Una jueza de Marbella dictó sentencia contra la Galicia profunda. Y lo hizo en mala hora: en vísperas de la presentación del número 5 de Cairón, la excelente revista (permítanme un toque de autobombo) que edita el Instituto de Estudios Ulloáns. En ella figura un estudio mío sobre las primeras escuelas de A Ulloa, alumbradas en el siglo XIX, donde estampé -desliz imperdonable- una referencia a ese «recanto da Galicia profunda». Comprendan mi sentimiento de culpa y el temor a que mis vecinos, a cuyos abuelos arrojé a la Galicia subterránea, me condenen a la hoguera. 

Como la cosa ya no tiene remedio, me puse de inmediato a preparar mi defensa. Como primer paso, negaré el delito. La jueza marbellí vejó a Galicia, pero yo no, porque el autoinsulto no existe: si usted me tacha de miserable, me ofende gravemente; si yo me autocalifico de tal, solo es una confesión.

Por si el argumento no les convence, me puse a rebuscar, entre la pluralidad de opiniones que recoge La Voz de Galicia, testigos que puedan declarar a mi favor. A Roberto Blanco, ¡Claro que hay una Galicia profunda!, lo necesito en mi defensa, ya no como testigo sino en su condición de jurista. En la pluma de Salgado, dirá, la mención «no tiene sentido peyorativo, sino puramente descriptivo». Si en parroquias de A Estrada todavía anida la Galicia profunda, imagínese, señor juez, A Ulloa campesina, pobre y analfabeta del siglo XIX.

Siro me suscita más dudas. En un gallego admirable y socarrón, a la altura de su arte, nos recuerda la visión aldraxante de los gallegos durante el Siglo de Oro. En aquel entonces, a falta de un Parlamento de Galicia, el todopoderoso conde de Lemos, en cuya mano comían Cervantes y Lope de Vega, levantó su espada justiciera en El búho gallego: el conde, encarnado en moucho reivindicativo, puso como chupa de dómine a quienes sostenían que «antes puto que gallego».

Pero, en opinión de Carlos Luis, mi desliz, en vez de emular al conde galleguista, me transforma en cómplice de un cliché. Sugiere que, tal vez, la jueza de Marbella asistió al debate de la autonomía y escuchó los «relatos lóbregos» de sus señorías de la oposición, o leyó las Memorias dun neno labrego, y con esos materiales forjó su idea de la Galicia profunda. Hipótesis inquietante, porque cuestiona mi patriotismo, además del de Neira Vilas o el de Ana Pontón. Nos convierte en cómplices del cliché realzado por los clásicos. Como el Góngora que resumía «lo que llaman reino de Galicia» en «pálido sol en cielo encapotado / mozas rollizas de anchos culiseos / tetas de vacas (...) papas de mijo en concas de madera, cuevas profundas, ásperos collados» y algunas lindezas más.

Así pues, me temo, soy culpable. Culpable de contribuir a nuestra leyenda negra y también, accesoriamente, de usurpar las palabras de mis colegas para rellenar esta quilla. Diré en descargo que hoy no dispongo de acougo para aportar algo propio, porque escribo entre los latidos de la Feira de Santos: el corazón de la Galicia profunda.