¡Claro que hay una Galicia profunda!

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

miguel souto

29 oct 2021 . Actualizado a las 10:15 h.

El debate posterior a la sentencia de una jueza de Marbella que ha negado a una madre la custodia de su hijo porque, entre otros motivos, vivía en la «Galicia profunda» (Torea, en Muros) es mucho más relevante por la polvareda que ha levantado que por el hecho en sí mismo, pues tal decisión será revisada en vía de recurso. Y ahí podrá determinarse si aquella ha sido un tamaño disparate o se justifica por algunas de las otras razones a las que, cumpliendo La Voz con el deber de informar a sus lectores, se refería Toni Longueira en un magnífico reportaje que publicaba anteayer este periódico bajo el titular «La letra pequeña del polémico auto judicial de la ‘Galicia profunda'»

Al margen, pues, de la sentencia, que será anulada si, como parece, fuese un despropósito, la cuestión, vistas las reacciones patrióticas que ha provocado el uso de la expresión objeto de polémica, es la de si existe o no una Galicia que pueda calificarse de profunda. O, para expresarlo de un modo que permita eludir la corrección política que nos obliga a hablar a diario como si estuviésemos pisando huevos, ¿se usa habitualmente esa palabra para referirse a la parte de un espacio que se caracteriza por su atraso económico, social o cultural?

Basta escribir en cualquier buscador de Internet profunda asociada a un territorio (por ejemplo, y entre otros muchos, América, Europa o África, pero también España o Francia) para dar a esa pregunta una respuesta rotundamente positiva. El adjetivo se utiliza de forma usual, y sin ningún sentido peyorativo sino puramente descriptivo, en textos periodísticos, libros u otros soportes informativos, para definir zonas cuyo nivel de desarrollo en los aspectos apuntados es menor que el de otras con las que se las compara. Profunda, como otros sinónimos que a veces empleamos, no es un territorio donde vive gente lerda, malvada o peligrosa, sino población que, para su desgracia, no tiene acceso a muchas de las ventajas y comodidades que los urbanitas disfrutamos.

Esa situación, injusta y que debe corregirse aun más de lo ya hecho, no desaparecerá porque demonicemos una palabra que no crea la realidad, sino que sencillamente la describe. No se trata de «morderse la lengua», como denuncia el filólogo y ex director de la RAE Darío Villanueva en su excelente libro sobre los excesos demenciales de la corrección política, que es la que ha impulsado en el fondo todo el movimiento en contra del uso de una palabra que no tiene más valor peyorativo que el que quienes la denuncian le atribuyen. «Que mínimo que actuar así e censuralo», afirma al respecto Helena Miguélez, de la Universidad de Bangor (Gales). De eso se trata sin duda: de censurar, como siempre con la corrección política.

Yo nací en un pueblo mediano con una amplísima zona rural (A Estrada) y puedo asegurar que describir algunas partes de varias de sus 51 parroquias como Galicia profunda no es más que decir la verdad. Los ofendidos por creer que eso es un insulto deberían hacérselo mirar.