La dieta mediterránea puede mejorar: «Cambiar la proteína animal por vegetal mejora los niveles de colesterol y de presión arterial»
VIDA SALUDABLE
Miguel López Moreno, dietista-nutricionista, es líder de la investigación «Omniveg», que encontró mejoras en personas sanas con una dieta basada en alimentos de origen vegetal
28 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.La dieta mediterránea se puede mejorar, si cabe, todavía más. Los beneficios cardiovasculares asociados a este patrón —uno de los que cuenta con mayor evidencia en este sentido— crecen cuando se sustituyen los alimentos de origen animal por otros de origen vegetal. Esta es la conclusión del estudio Omniveg, liderado por Miguel López Moreno, dietista-nutricionista y profesor universitario en Universidad Francisco de Vitoria, y realizado en colaboración con ISGglobal y la Universidad Rey Juan Carlos.
La investigación partió de dos premisas. «Por un lado, sabemos que una dieta mediterránea es la recomendada por su impacto beneficioso en la salud cardiovascular; y por otro, sabemos que, conforme aumentamos la proporción de alimentos vegetales integrales en nuestra dieta, tendemos a observar mejorar a nivel cardiometabólico», plantea Moreno, en conversación con La Voz de la Salud. Con ambos puntos en mente, el equipo de investigación intentó conectarlos: si la dieta mediterránea es beneficiosa de por sí, ¿qué pasaría si se aumenta la proporción de vegetales integrales?
El estudio se dividió en dos grupos formados por hombres adultos, que estaban sanos y realizaban ejercicio físico. Mientras que unos seguían, durante cuatro semanas, una dieta mediterránea omnívora, otros hacían lo mismo con su versión vegana. Después, repetían el proceso intercambiados. Los omnívoros pasaban a ser veganos, y viceversa. Para medir, fehacientemente, qué ningún otro parámetro alteraba los resultados, los investigadores llevaron un control estricto de todo aquello que pudiese afectar. Si, por ejemplo, hacían más ejercicio o comían menos calorías en un período que en otro, las analíticas podrían variar como resultado de estos cambios y no debido al patrón dietético en sí. «Por eso —cuenta López Moreno— durante todo el estudio hicimos una planificación dietética específica para cada uno, que era normocalórica, es decir, que les permitía que su peso se mantuviese estable, y que tenía una ingesta equivalente de hidratos, grasas y proteínas tanto cuando hacían una dieta como la otra», señala el investigador.
De igual forma, tuvieron que rellenar un registro de todo lo que comían y del ejercicio que hacían, lo que les permitió evaluar la adherencia a la intervención.
Así, una vez transcurrido el tiempo del estudio, la dieta mediterránea basada en alimentos de origen vegetal obtuvo un mejor resultado que el patrón que incluía alimentos de origen animal. «Observamos una mejoría en el colesterol LDL y colesterol total, que son de los principales factores de riesgo a nivel cardiovascular; también una mejoría a nivel de presión arterial, tanto sistólica como diastólica; y también en la relación entre linfocito y neutrófilo, un predictor de inflamación crónica de bajo grado», expone. Todo ello se comprobó en cuatro semanas y en pacientes que ya estaban sanos, dos cuestiones a destacar pues muchos estudios se realizan en personas con patologías previas.
Más allá de la teoría, ¿qué cambió de una situación a otra? En una dieta mediterránea, el aporte proteico animal viene, sobre todo, de la mano del pescado, de los lácteos, de los huevos, de la carne blanca y, en menor medida, de la roja. «Desplazamos el consumo de todo eso y aumentamos la ingesta de frutos secos y legumbres. Si en la dieta mediterránea omnívora se recomiendan tres raciones semanales, en la vegana estaban consumiendo unas siete», indica.
Lejos de parecer muy elevado, este consumo está en la línea que establece la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, en su guía Recomendaciones dietéticas saludables y sostenibles, donde recomienda comer legumbres, como mínimo, cuatro veces a la semana con la posibilidad de hacerlo todos los días. «Es algo que podemos ver raro, pero en cambio, no nos extraña desayunar jamón serrano y comer o cenar carne casi todos los días», comenta.
Las formas para hacerlo son muchas: en humus, guisos, sopas, cremas o ensaladas. «La legumbre es un tipo de proteína muy interesante, tanto a nivel nutricional, como por su bajo impacto medioambiental», comenta López Moreno.
Los antioxidantes
Ahora bien, ¿dónde reside el poder de estos vegetales para hacer que la salud cardiovascular mejore todavía más? Por un lado, se encuentra el efecto de la fibra, la cual era más alta en la dieta vegana debido al mayor consumo de alimentos vegetales integrales. «Hay una correlación entre la ingesta de fibra y el colesterol total, y LDL. Hay mucha evidencia, en este sentido, de que la ingesta de fibra tiene beneficios en la reducción del colesterol», señala el investigador.
Los colores de las verduras también tienen que ver. Los vegetales tienen compuestos antioxidantes como son los polifenoles, «que dan el color característico en muchos de ellos, como el licopeno del tomate, y que son potentes agentes antioxidantes», precisa. Precisamente, en las enfermedades crónicas no transmisibles, «como son las cardiovasculares» existe un proceso de oxidación. De ahí que, si se previene o se lucha contra ello, el beneficio esté relacionado.
Intercambiar unos por otros
Adaptar este cambio a la vida es tarea sencilla. La clave reside en la sustitución. «En alimentación, los beneficios son duales», comenta el profesor de la Universidad de Vitoria. Primero, por lo que uno deja de consumir, y segundo, por lo que consume. En palabras del experto: «Si dejamos de tomar carne, estamos dejando a un lado algunos componentes que pueden ser problemáticos, como las grasas saturas, el hierro hemo en cantidades excesivas y la sal. Y por otro, si consumimos legumbres, estamos incorporando fibra, grasas insaturadas y más antioxidantes», precisa.
Con todo, este tipo de investigaciones no tienen el objetivo de que toda la sociedad se haga vegana de un día para otro. «Como investigador, busco lo que es más óptimo para la salud, pero que sea lo más óptimo, no quiere decir que mañana todos tengan que empezar a hacerlo», indica. Para López Moreno, es importante tener en cuenta que los hábitos se construyen poco a poco, de manera progresiva, «y como profesionales de la salud tenemos que recordar que cualquier cambio que se haga te acerca a ese patrón óptimo en términos generales, por muy mínimo que parezca», señala.
Los antinutrientes de las legumbres, sin motivos para ser objeto de preocupación
A muchos se les vienen a la cabeza los antinutrientes cuando se habla de legumbres. Son compuestos presentes, de forma natural, en un amplio abanico de alimentos de origen vegetal. Una especie de autoprotección ante plagas o bacterias, los cuales se han relacionado con molestias digestivas en los humanos. «Al ingerirlos, se unen, forman un complejo a nivel intestinal con minerales como el calcio, el hierro o el zinc, y hacen que no podamos absorber estos micronutrientes», explica el investigador. Por así decirlo, se pierde el valor del mineral en sí.
Aunque esto solo sucede cuando se consumen en crudo. «Nosotros no las tomamos así, sino que las sometemos a tratamientos tecnológicos, como son el remojado, cocerlas durante un tiempo, las germinamos o las fermentamos, lo que reduce la presencia de los antinutrientes», añade. Si su ingesta fuese realmente negativa, el impacto positivo en la salud evidenciado no se podría demostrar.
¿Por qué se recomienda reducir el consumo de carne roja?
El efecto perjudicial de un consumo asiduo de carne roja y de carnes procesadas está, cada tanto, en el punto de mira. El debate se abre, y defensores y detractores pasan a esgrimir sus argumentos.
Se considera carne procesada a todo aquella materia que se había transformado a través de la salazón, el curado, la fermentación, el ahumado u otros procesos que mejoran su sabor o conservación. En el 2015, la Organización Mundial de la Salud publicó un documento, junto a la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), en el que la clasificaba como carcinógena para los humanos. Es más, la situaba en el Grupo 1, el cajón con mayor evidencia para decir que, en humanos, «causa cáncer colorrectal». En este punto, la entidad incluía desde una salchicha hasta el jamón serrano.
¿Cuáles son las razones? «Durante el proceso de conservación —comienza explicando López Moreno— se añaden diferentes aditivos como los nitratos y los nitritos, que pasan a ser nitrosamina, la cual se considera carcinógena, sobre todo, en tumores asociados al tracto gastrointestinal», precisa. A su vez, esta nitrosamina se vincula con la producción excesiva de radicales libres, u tipo de molécula que, en ocasiones, se acumulan y pueden dañar el ADN.
De todas las carnes, la que goza con mejor fama es el jamón serrano. Eso sí, sin merecerlo. Si bien no se le añaden nitritos y nitratos en su conservación, sí se le añaden altas cantidades de sal con el objetivo de deshidratarla. Así, «cien gramos de jamón serrano puede tener entre cuatro o cinco gramos de sal. Para ponerlo en perspectiva, esta cantidad es la que la OMS establece como máxima al día», explica el experto. La ingesta de cloruro sórdido tiene un vínculo, de sobra establecido, con la hipertensión arterial, «el principal factor de riesgo modificable vinculado a la enfermedad cardiovascular», indica el investigador. Así que de primeras, jamón y corazón no se llevan del todo bien.
La grasa saturada que contiene tampoco es saludable. Incluso, los cerdos alimentados con bellota, «pueden mejorar ligeramente en cuanto a la cantidad de esta grasa y de la insaturada, pero no es un cambio sustancial», precisa. Es más, según López Moreno, los estudios con jamón son escasos, y los que hay «están financiados por la industria cárnica, y justamente, comparan el jamón serrano con el york o la pechuga de pavo, ambas carnes procesadas», indica, en referencia a las deficiencias metodológicas. Por eso, al situar uno frente al otro, el serrano sale mejor parado: «No por ello vamos a decir que es cardiosaludable», añade.
Por su parte, la carne roja también sale damnificada de aquel informe publicado en el 2015. La IARC la sitúa en el grupo 2A, lo que se traduce en que «probablemente sea cancerígena para los humanos». ¿Esto qué quiere decir? Que al contrario de la carne procesada —donde la literatura científica es suficiente para hacer tal afirmación— en este caso es limitada porque procede de estudios epidemiológicos, donde se muestra una asociación entre su ingesta y el cáncer colorrectal. No por ello, hay que despreciarlo. «Muchas veces, la gente piensa que no se puede decir que la carne roja produce cáncer en humanos porque no hay estudios clínicos que lo demuestren», detalla el investigador, que añade: «La realidad es que hacerlos es imposible por una razón puramente ética». La ciencia no permite que un experimento dañe a una persona.
Así, en la actualidad, un estudio nunca podría plantear que alguien se alimentase con algo potencialmente perjudicial. Lo mismo sucede, en realidad, con el tabaco. «Nadie duda de que fumar produce cáncer de pulmón, pero no hay ningún ensayo clínico en humanos que lo haya demostrado. Nadie ha tenido que fumar cinco cajetillas al día para probarlo», explica.
Este tipo de asociaciones epidemiológicas se basan, en su mayoría, en estudios observacionales «que siguen a mucha población, durante mucho tiempo, y se ve cómo, en última instancia, las personas que fuman tienen más cáncer de pulmón», comenta. Por no mencionar, que un ensayo clínico tiene un alto coste y mantenerlo durante 20 o 30 años, «que es lo que se tarda en desarrollar muchos de estos tumores» sería, cuanto menos, complicado.
En cualquier caso, la carencia de estudios clínicos no ha impedido que se busquen los porqués a esta relación. Se conocen varios componentes que podrían estar detrás, aunque se sospecha que el problema no pertenece a uno aislado, sino al compendio total, es decir, a la matriz alimentaria.
El primero que se puso encima de la mesa fue el contenido en grasas saturadas, «aunque esta dependía del corte». Sin embargo, en los últimos años, se ha empezado a mirar con lupa un nutriente que hace que muchos consumen este tipo de carne: el hierro hemo. «En cantidades excesivas, puede ser problemático porque desencadena reacciones que producen muchos radicales libres, vinculados al origen de otros componentes relacionados con el proceso tumoral», señala.
Otra sustancia que se cree que puede medir es la carnitina, una molécula que se obtiene a partir de dos aminoácidos esenciales, y que está presente en la carne. «Actúa como un sustrato para formar óxido de trimetilamina, relacionado también con procesos vinculados al cáncer», expone el experto.
Por último, la carne chamuscada, ennegrecida, al pasar por la barbacoa también se ha vinculado con esta enfermedad. «Cuando sometemos a la carne a altas temperaturas se forman los benzopirenos», dice López Moreno para referirse a los hidrocarburos policíclicos aromáticos potencialmente carcinógenos, que se forman a raíz de la combustión. Eso sí, saber cuál influye más o menos será labor de la ciencia del futuro.