Su sueño, desde el principio, era llegar a la Agencia Europea de Pesca, y sus pasos convirtieron en realidad esa ilusión. «La agencia es una institución referente en al ámbito de la pesca a nivel europeo e internacional. Su misión consiste en promover las normas comunes de más alto nivel en materia de control, inspección y seguimiento en el marco de la política pesquera común. Trabajar aquí es la mejor oportunidad para desarrollar mi carrera, aportar mi experiencia y aprender de otras personas con amplia experiencia en el sector de la pesca y su gestión», destaca.
Ver el mar... ¡desde oxford!
Antes de cumplir su gran sueño, Laura opositó para ser inspectora de pesca. Y aún antes, se fue al Reino Unido. El supervisor de la tesina que hizo en Barcelona, Philippe Cury, «otro referente», le habló cuando estaba en el CSIC de una oportunidad en Oxford, en el proyecto Eyes of the Seas (‘Ojos del Mar’), en el que colaboraban una empresa con fondos del Gobierno del Reino Unido y la oenegé Pew Charitable Trusts. «Me dieron un mes para decidir... ¡y me fui!», resume. ¿Y el inglés? «Beíña, una chica de Dorrón, que me ayudó muchísimo, me puso en contacto con la comunidad gallega. De hecho, ¡aprendí a tocar la pandereta en Oxford!», revela quien compartió alguna velada gaiteira con Carlos Núñez. «Fueron dos años en los que me sentí acogida. Trabajaba mucho, pero esa experiencia me ayudó a dar un impulso a mi carrera, a viajar, a conocer más la pesca a nivel internacional». Su trabajo, aclara, no era poner multas, «sino utilizar la tecnología satelital y algoritmos para detectar posible pesca ilegal a nivel mundial, y colaborar con los Gobiernos o las oenegés para informarles de lo que está pasando en sus aguas».
Con el brexit, Laura se planteó volver. Dejó su trabajo y se vino a Galicia a opositar. «Y aprobé en el 2019», resuelve. Consiguió la plaza de inspectora de pesca en Pontevedra. Pudo escoger, y escogió quedarse en casa. Y cuando tomó posesión de su plaza se decretó el confinamiento por la pandemia. «Pero nuestro trabajo no paró. Y encontré muy buen ambiente, compañerismo. Lo que más me gustó fue que todo el trabajo se hace en exteriores, es trabajo de campo. Conocí en puerto el trabajo que hacía desde satélite», explica.
La maternidad le cambió la vida como lo hace siempre, pero en plena pandemia. «Una vez que nació mi hijo, en la baja maternal, vi la posibilidad de presentarme a unos proyectos en la Agencia Europea de Control de la Pesca, que siempre fue mi sueño. Encontré la oportunidad de mi vida buscando en su página web. Me volqué en prepararme, mientras cuidaba en casa a mi niño. Repasaba el inglés, estudiaba los temas... y, como es algo que me apasiona, tampoco me costó mucho trabajo». Aunque a ese trabajo sumó el de cuidar a su pequeño. Hoy, su risa suena a ilusiones repuestas, a ese cansancio de las jornadas que no acaban, a una libertad ganada día a día a pulso laboral y doméstico. «Mi sueño era entrar en la Agencia Europea de Pesca y llegó en la baja maternal». Lo logró criando a su hijo como madre soltera, tras una ruptura de pareja. Laura hoy está entera, entregada (todo lo que su hijo la deja) a su pasión por el mar.
El salto mundial de Baltasar Montaño: «A los 45 dejé de trabajar para vivir viajando»
Fue periodista económico antes de lanzarse a vivir sobre la marcha por el mundo. A los 45 se acogió a un ERE, se tomó un año sabático y a la vuelta cumplió su sueño: vivir sin trabajar hasta que llegue el momento del retiro. El autor de «Sin billete de vuelta» nos cuenta cómo lo hizo
Ana Abelenda
El periodista que fue durante 25 años le dio unas vueltas al lápiz y la cabeza, y se sentó a pensar para tomar impulso. Baltasar Montaño (Puebla de Sancho Pérez, Badajoz, 1971), que sabe lo que es viajar en business y también con lo justo, quería escribir la segunda mitad de su vida de otra manera. Le dio forma al sueño, dejó el trabajo y se echó a rodar ligero de equipaje pero con un colchón (no es literal). Ese giro de timón de Baltasar nos invita a viajar (a nosotros desde el sitio) en Sin billete de vuelta (Círculo de Tiza). A los 35 años, empezó a madurar un plan. «Yo lo llamo Plan de Ataque. No fue un plan repentino que tuviera de un día para otro. Fue un plan que se diseñó con tanta antelación que hubo momentos en los que ni siquiera me lo tomaba en serio», confiesa.
Este contador de historias que crece en movimiento se especializó en periodismo económico, y le fue bien. «Pero, como desde jovencito me gusta mucho viajar, pensé: ‘¿Por qué voy a estar toda la vida trabajando?’. Eso de vivir viajando puede estar bien...».
Baltasar aún sigue de cerca la información económica, cada vez desde un lugar distinto. El movimiento es una forma de estar, y de ser. «Dejé el diario El Mundo de forma voluntaria, en un ERE, después de 14 años, y fue una pasta. Me fui de año sabático a Australia y Nueva Zelanda. Y, al volver, me incorporé de nuevo a un trabajo como periodista económico en Vozpópuli. Y ahí fue, con 40, cuando lo tuve claro. En un plazo de diez-doce años, lo que hice fue invertir en una buena vivienda en el centro de Madrid y ahorrar dinero y, gracias a eso, he podido dejar de trabajar. Dejé de trabajar única y exclusivamente por una cuestión vital: quería disfrutar los 20 o 25 años que me quedan hasta mi retiro», revela.
Hoy, Baltasar Montaño se dedica a vivir y a viajar sin billete de vuelta. Cosidos a su sombra lleva cinco años viajando sin parar, «sin billete de vuelta y sin trabajar», subraya. Tiene un blog (elblogdebalta.wordpress.com) por el que no recibe ingresos, en el que va escribiendo por el placer de contar.
El covid le hizo volver de México porque, de quedarse allí, lo haría de «ilegal». «Es el único país del mundo que yo conozco que te da seis meses de turista con tu sello en el pasaporte. Suelen darte tres», comenta. Tras ese semestre en México, se refugió en España, en plena pandemia. «Llegué en abril del 2020, en el peor momento», cuenta. La editorial Círculo de Tiza digamos que lo fue a buscar. «A mí me gustaba mi vida, tenía una buena posición, un buen trabajo y vivía muy a gusto en Madrid, viajaba mucho..., pero siempre he pensado que no voy a estar 45 años trabajando».
La segunda parte de su vida quiso (y así hizo y hace) dedicarse a gastar sus energías, «gestionándolas en plenitud de su capacidad física y mental». Lo que tenía muy claro era que no quería postergar su deseo de vivir viajando sobre la marcha «a los 67 años». «Es una opción que puede parecer chulesca y petulante», admite. También realista, ¿cómo irse a la aventura por el mundo cuando el cuerpo tiene ya edad de empezar a quejarse y fallar?
La otra cara del coraje en el salto es la renuncia. «Yo al decidirme a vivir así, sin billete de vuelta, he cedido en muchas cosas, como en comodidad». Ahora vive con un sueldo autoasignado de unos 1.500-1.700 euros al mes, «que no está mal para viajar, pero sí muy lejos de lo que percibía como jefe de Economía o como periodista de investigación», concede.
UNA MOCHILA DE 12 KILOS
Todo lo viajado le permite concluir, sin miedo a equivocarse, que «en España se vive muy bien». Quizá hay que alejarse para ganar perspectiva y apreciarlo. Marcharse es una forma de querer.
Del valiente giro que le dio a su vida hace un lustro, que arrancó con un viaje a Colombia, donde conoció los laboratorios de coca escondidos en la jungla y aprendió a bailar la champeta en «las fogosas noches de negritud norteña», se trajo muchos secretos. Dejó también algunas cosas por el camino, que fue haciendo a su manera con una mochila de 12 kilos a la espalda.
¿Qué te llevas siempre, qué es indispensable para viajar? «Lo cuento en el arranque del libro para ser explicativo, para que no parezca algo marciano, para favorecer la cultura del año sabático, que está muy interiorizada en muchos países europeos. Al igual que digo que vivo con 1.500 euros al mes, digo lo de los 12 kilos de la mochila. En ella llevo lo básico para que no pese mucho: diez mudas de calcetines, diez de ropa interior, seis u ocho camisetas, un par de sudaderas de entretiempo, un cortavientos de invierno, dos pantalones cortos, mi cámara de fotos, mi pequeño iPad, mi teclado Bluetooth, mi navaja multiusos, a veces una botellita de aceite de oliva porque me encanta cocinar en los hostels, un par de calzados diferentes (uno de trekking, otro para hacer deporte), un bañador, unas gafas de sol, otras de buceo, y cuatro cosillas más. Cuando necesito algo, lo compro. Por ejemplo, si paso mucho frío en la Patagonia, me tengo que comprar una chamarra. Si se me rompen los zapatos, compro otros. Yo no voy descalzo por la vida», comparte. En Asia, en zona tropical, debió adquirir un pantalón largo para poder entrar en ciertos sitios, pero no lleva más de uno de esos en la mochila. Ahora, «si me quedo a vivir en Copenhague seis meses, obviamente, tendré tres pantalones largos mínimo». De la misma manera, que si va al Amazonas, no lleva la hamaca encima, la compra in situ.
Lo práctico no quita lo poético en la crónica de este aventurero que conoce la danza del Mekong y recorrió Vietnam entera... con la moto que se compró en Hanói y vendió, en tres meses.
Desde que no tiene casa ni vida estables —dice quien no acumula sino que exprime destinos—, ha cambiado su modelo de consumo. Sobre la marcha, gasta menos; se ha ido dando cuenta «de la cantidad de cosas que son prescindibles». «Al igual que soy absolutamente prescindible», dice de una pieza este no-padre, pero buen tío de sobrinos.
«Cada vez que vuelvo a España, todos los brazos están abiertos para mí. Y soy un tío que vuelve a España, mínimo, una o dos veces al año. Cuando vuelvo, todo fluye como cuando me fui». La solidez de los hechos alienta su movimiento. Uno de sus más ricos alimentos cuando viaja es «lo imprevisible». «¿Pero sabes una cosa? Va a haber un momento en que me canse...», me comenta, sin haber llegado en absoluto a ese punto.
Su cabeza ya se enfoca en vivir otros seis meses en México. Y la siguiente parada será África. «¡A ver cómo salgo de África! No voy a poder terminarla, porque la mitad de los países africanos no se pueden ni pisar...». Poderoso reto.
Sin billete de vuelta es una aventura copiosa, no una colección de viajes metralleta. En ella se ve el paisaje físico, el humano, el inhumano, y la vida de la gente que Baltasar ha ido conociendo. «Cuando explico, por ejemplo, por qué los lady boys, la transexualidad, están tan aceptados en Tailandia, cuando en Europa estamos con el debate abierto, esto es real. Me lo he encontrado en mi viaje, como la prostitución», afirma. Su forma de retratar esas sombras es un mordisco en el corazón de los prejuicios. Este viaje se disfruta y se sufre, como la vida...
En su crónica hay literatura, arte, cine, pero no ficción. «Todo es real». A veces, algo está cambiado de sitio, avisa. Él conoce una eficaz vacuna contra la aversión al cambio, y nos invita a ponérnosla, a jóvenes y no tan jóvenes. Lanzarse. Sin miedo.
El suyo es un sueño mundial. Viajar es siempre un comienzo.