Es uno de los personajes más célebres de todos los tiempos y ha tenido diferentes rostros, cada uno con sus particularidades
05 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.No sé si me creerán si les digo que, hasta hace un mes, no había visto ni una sola película de James Bond del tirón. Pero sucede que es verdad. Que no es una exageración ni una bola que les cuelo para acicalar el reportaje. En cuestiones cerocerosieteísticas era hasta hace bien poco un perfecto analfabeto. Pero Prime Video tuvo la (buena) idea de ofrecer toda la colección. Los 26 títulos. Una larguísima longaniza de historietas de acción, traiciones y seducciones. Casinos finísimos, malos con parche, persecuciones por tierra, mar y aire y hasta un viaje al espacio. Es el de James Bond un universo autorreferrencial y mitológico que no existe sino dentro de sí mismo. Por eso no puede sentarse uno en el sofá libretita en mano a anotar incongruencias, bromas de mal gusto u horterismos. Es un mundo que debe entenderse como infinito en su finitud. Hogar de códigos y nociones que no son aplicables a nada que no sean sus propios confines. Aceptado todo esto, y elevado el niño interior al pilotaje de los sesos, es virtualmente imposible no caer prendido de este canalla de porte aristocrático y maneras de galán profesional. Un vividor que, paradójicamente, danza por el mundo como si no le temiera a la muerte. Dicen que, para delinear la biografía y las formas del personaje, Ian Fleming —autor de las novelas originales— se fijó en Christopher Lee. Un tipo que igual les suena por aquello de ser uno de los más talentosos actores de la historia, pero que además había sido en su juventud un agente de las fuerzas especiales británicas. Un James Bond de la vida real. Así que, entre esto y aquello, entre retazos de cosas más o menos ciertas y fabulaciones entretenidas, terminó componiéndose el espía más famoso de todos los espías.
Hay un debate encarnizado en torno a la cuestión que nos ocupa aquí. ¿Cuál es el mejor James Bond? Nótese que la pregunta es esta y no «¿cuál es el mejor actor que ha interpretado a James Bond?», porque, si se formulara de esta segunda forma, cualquier clase de disquisición sería del género idiota. Sean Connery a 20.000 leguas de viaje submarino de distancia. Y a otra cosa.
Pero si el interrogante que se pone sobre la mesa es el de quién, entre los seis intérpretes que han calzado el smoking y han disparado la Walter PPK, ha condensado mejor las esencias del señor imaginado por Fleming, el tema ya se complica un poco. Al menos hay algo de espacio para la conversación. Porque todos le imprimieron al séptimo de los cero cero un toque personal que hizo su aproximación marcadamente distinta a la del resto. Vayamos, pues, desgranándolos a todos uno a uno.
LOS SEIS MAGNÍFICOS
Los derechos de primogenitura recaen sobre Connery. Él abrió la veda y señaló el camino. El camino en cuestión era, a grandes rasgos, dejarse los fondos del servicio de inteligencia en una mesa de póker, frecuentar tantas alcobas como fuera humanamente posible —a veces hasta diez o doce por película, y no puede evitar preguntarse uno de dónde sacaba luego las fuerzas para matar al malo— y por último, ya si eso y como de rebote, salvar el mundo a razón de una vez por semana.
La grandeza de este primer Bond descansa justamente en su desenfado. Su chascarrillo interminable que descubre a un cínico ingeniosísimo que, al mismo tiempo, encierra habilidades depuradas para salir airoso de las situaciones más catastróficas.
Probablemente, es el debut, 007 contra el Dr. No (que, por cierto, era la película favorita de John Fitzgerald Kennedy) la pieza más redonda entre los primeros episodios de la serie. También la menos explosiva y grandilocuente. La menos fosforita. Al fin y al cabo, era un producto completamente nuevo y la política era la de meter el dedo gordo en el agua para comprobar la temperatura. Y el agua resultó estar buenísima. Así que inmediatamente llegaron las zambullidas más salpiconas. Como Goldfinger, que no hay por donde cogerla y al mismo tiempo funciona como un reloj suizo. O Solo se vive dos veces —particularmente, mi preferida— que te cuela una batalla campal entre ninjas y esbirros del mal en mitad de un silo misilístico y se queda oronda y como si tal cosa. Porque es también un rasgo definitorio de la franquicia el venderte las tramas más delirantes y surrealistas que se han visto jamás en pantalla y, acto seguido, olvidarse de ellas y saltar a lo siguiente como salta un abejorro de flor en flor o el propio Bond de cama en cama.
A Connery, que había hecho suculenta caja con las cinco primeras entregas y se había convertido en favorito del público, lo sucedió brevísimamente un actor de poca vocación. George Lazenby, que solamente se puso en los zapatos de 007 en Al servicio secreto de su majestad. La fugacidad de esta experiencia hace que, habitualmente, Lazenby —que rechazó seguir haciendo de Bond porque se volvió de repente medio hippie y pacifista— sea desterrado al fondo de los ránkings. Y no es justo. Su incursión es sólida. Aportó al canallesco y desalmado Bond una pátina, sutil pero muy visible, de sensibilidad. Rompió en un solo filme las dos reglas de oro del espía mujeriego. Se casó y lloró en pantalla. Y sin asomo de ñoñería. Por todo esto, es Lazenby un olvidado muy reivindicable.
Pero el que luce en su pecho la medalla de la longevidad es Roger Moore. Fue el que más tiempo estuvo exprimiendo la ubre dorada de la contrainteligencia. Sus imaginaciones del universo Bond son las más consistentemente reconocibles. Si con Connery era todo exagerado, con Moore se torna febril. Delirante. Autoparódico. A veces demasiado. A veces, y no quiere con esto sugerirse que hizo un mal trabajo, es el Bond de Moore verdaderamente abofeteable. Pero de su etapa es El hombre de la pistola de oro, un despendole maravilloso que lo enfrentó a Christopher Lee —en la piel de un villano malísimo que tiene, además de una pistola de oro, tres pezones—.
La nómina de villanos de la era Moore es la más lustrosa. Yaphet Kotto, Curd Jürgens y hasta Christopher Walken teñido de un rubio más criminal aún que sus propios crímenes.
Luego está Timothy Dalton, que solo filmó dos cintas como Bond. Su mérito principal es el de haber convertido al personaje en una especie de pistolero disco ochentero. La sombra de Corrupción en Miami planea espesa sobre Licencia para matar.
Tomó el relevo, aunque tras varios años de sequía, Pierce Brosnan, que fue de más (GoldenEye) a menos. Paradójico es, no obstante, que para encarnar al mayor defensor de los honores monárquicos de la Gran Bretaña fueran a elegir los productores a un hombre irlandés. Aunque algo debe de tener 007, porque el propio Connery acabó reconvertido a furibundo independentista escocés. El último que hemos visto es Daniel Craig, que levanta, en proporción más o menos pareja, vítores y ampollas. Sus películas, aunque indudablemente entretenidas como propuestas de acción explosiva, parecen diluir un poco de más las esencias originales de James Bond. Y entonces entra el bajón cuando, echando la vista atrás, se da uno cuenta de que nos han dado gato por liebre. De que hemos pasado del canalla desternillante al mustio sicario estreñido. Lo siento, aquí somos de Connery.