Cuento de Navidad dedicado a nuestras cofradías de pescadores
SOMOS MAR
La Nochebuena había llegado al pequeño puerto del norte envuelta en su manto habitual de salitre y un viento frío del nordeste. Aquí, el cambio climático no había logrado domar al viejo viento, que seguía silbando entre las grietas de los acantilados.
Mientras en la ladera que rodeaba amablemente el puerto las luces navideñas parpadeaban con alegría y el aroma a cena caliente escapaba de las chimeneas, abajo, en el muelle, el edificio de piedra de la Cofradía de Pescadores permanecía en una terca penumbra.
Dentro solo quedaba Manuel. A sus veinticinco años, la vida le había entregado el barco de su padre, algunas deudas y, a mayores, el cargo de patrón mayor que nadie había querido asumir. Sentado en la vieja sala de juntas, se sentía pequeño bajo la mirada severa de los retratos sepia de sus antecesores. Para Manuel, aquella casona se había convertido en un lugar donde solo hablaban de malas noticias, discusiones interminables sobre repartos de cuotas y lamentaciones por la burocracia de las Administraciones, que no hacía más que asfixiar a los pescadores.
—Otra Navidad lidiando con papeles aquí en la Cofradía en vez de estar con la familia —resopló, golpeando la mesa de madera maciza con frustración—.
En ese instante, una ráfaga violenta sacudió los ventanales. La luz parpadeó y murió, dejando la sala iluminada únicamente por el resplandor anaranjado y fantasmagórico de una farola del muelle. De repente, un calor extraño, denso y antiguo, inundó la estancia. Olía a humedad, a pescado, a redes mojadas y a incienso de iglesia vieja.
—No siempre fueron papeles, rapaz —resonó una voz grave a su espalda.
Manuel se giró de golpe, con el corazón en un puño. En el umbral se recortaba una figura robusta, de barba blanca y tupida, vestida con un viejo chaquetón de hule amarillo que aún goteaba agua salada sobre el parqué.
—¿Abuelo Manolo? —tartamudeó. Su abuelo llevaba diez años descansando en el cementerio de la parroquia.
El viejo pescador sonrió, y en sus arrugas Manuel vio el mapa de todas las galernas que había sobrevivido.
—¡Feliz Navidad, Manuel! Veo que estás perdiendo el rumbo. Crees que esta casa es solo ladrillo, papeles y disgustos. Ven, tenemos que hacer una guardia antes de la cena.
El abuelo posó su mano, pesada y cálida, sobre el hombro del joven. El suelo de la oficina se disolvió como la espuma en la orilla y la realidad cambió.
Apareció entonces una capilla de piedra, iluminada por la danza de cientos de velas. Estaban en la Edad Media. Hombres de rostros curtidos y manos callosas rezaban de rodillas ante la Virgen. Manuel vio cómo depositaban monedas en un arca de madera con reverencia.
—Mira bien —susurró el abuelo—. Estos son tus bisabuelos hace quinientos años. No eran Cofradías aún, sino Gremios de Mareantes.
—¿Para qué es el dinero? —preguntó Manuel.
—Para las viudas. En estos tiempos, si el mar te tragaba, tu familia moría de hambre. El Gremio era el único seguro, la fe y la espada. Aquí nació todo: del miedo a estar solos frente al océano inmenso. Comprendieron que un hombre en un barco no es nada, pero cien barcos unidos son una flota indestructible.
La imagen se disolvió y el olor a cera dio paso al hedor del fango. Estaban en un muelle gris del siglo XIX, bajo una lluvia inclemente. No había edificio de Cofradía. Los pescadores, escuálidos y en harapos, malvendían su captura a hombres de sombrero de copa que les arrojaban monedas con desprecio.
—¿Qué es esto? —Manuel sintió una rabia ajena quemándole el pecho.
—Los años oscuros —dijo el abuelo con tristeza—. Unos políticos decidieron que los gremios eran «antiguos» y nos disolvieron en nombre de una falsa libertad. Señaló a un pescador suplicando por el precio de sus merluzas. —¿Ves esa «libertad»? Quedamos a merced de los usureros. Sin la unión, volvimos a ser náufragos en tierra firme. Perdimos la dignidad. Fue el invierno más largo de nuestra historia.
Al poco rato la lluvia cesó y la luz se volvió cálida. Principios del siglo XX. Un local humilde bullía de actividad. En una esquina, una maestra enseñaba las letras a hijos de marineros; en otra, se firmaban documentos con orgullo.
—Aquí comenzó el deshielo —el abuelo hinchó el pecho—. Los llamamos Pósitos. Hartos de miseria, nos volvimos a juntar. Manuel vio cómo creaban una caja de ahorros para motores y cómo un médico atendía a un herido.
—El Pósito nos trajo escuelas para que vosotros no fuerais analfabetos como nosotros. Fue la semilla de la seguridad social del mar. Entendimos que la verdadera riqueza no es solo pescar mucho, sino cuidarnos los unos a los otros.
La visión se desvaneció suavemente y Manuel se encontró de nuevo en la sala de juntas. El reloj apenas había avanzado. El abuelo Manolo, ahora translúcido como la bruma del amanecer, se sentó frente a él.
—Manuel, tú miras este edificio y ves discusiones, trabajo no reconocido, malas noticias y fastidio. Pero yo veo un milagro —señaló la mesa de juntas. Esta es la única mesa en el mundo donde el patrón y el marinero se sientan juntos, con el mismo voto, para decidir su destino. Es una mesa mixta. Aquí no hay jefes ni empleados, solo gente de mar.
El abuelo se puso en pie. Su tiempo se acababa.
—La Cofradía no son las paredes, nieto. Es el escudo que llevamos forjando mil años para que el mar, que tanto nos da y tanto nos quita, no nos arrebate también la dignidad. Es tu casa. No la dejes caer.
La figura del abuelo se disipó en el aire, dejando un último rastro de olor a salitre. Manuel se quedó solo en el silencio de la Nochebuena. Miró los retratos de los viejos patrones mayores. Ya no le parecían jueces severos, sino hombres cansados y valientes que le pasaban el testigo. Comprendió que ser patrón mayor no era una carga, sino el honor de ser el guardián de una llama encendida en medio de la tormenta.
Manuel apagó la luz con respeto y cerró la puerta de roble macizo, sintiendo ahora su solidez protectora. Salió al muelle y dejó que el viento frío del nordeste le golpeara la cara. Ya no le molestaba; era el mismo viento que había empujado a su abuelo.
Miró al cielo oscuro sobre el mar y susurró:
—Feliz Navidad, abuelo. Gracias por marcarme el rumbo.