La batalla que no acaba nunca

maría cedrón REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

VÍTOR MEJUTO

Usuarios de la asociación Alcohólicos Anónimos 24 horas Noroeste celebran su primer aniversario hablando de una enfermedad que no logra sortear su estigma

11 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay una pequeña calle estrecha, Pan de Soraluce, en el barrio de San Pedro de Mezonzo, en A Coruña, que se parece a ese camino de baldosas amarillas que tomó Dorothy en El Mago de Oz. No está cubierto con piezas de cerámica como el del cuento, pero es una vía adoquinada que conduce hasta el local de Alcohólicos Anónimos Grupo 24 horas Noroeste. Su puerta no cierra nunca. No lo ha hecho desde hace un año, cuando usuarios de otros grupos de ayuda decidieron emprender juntos una batalla que no acaba nunca. Un único toque de timbre y la puerta se abre. Dentro no hay ningún mago, como tampoco lo había al final del camino que recorrió Dorothy. Pero hay magia, aunque el local es modesto. Unas sillas, un aparador lleno de tazas para el café o el té. Varios cuadros con inscripciones colgados de la pared. Y un atril, el púlpito desde el que comparten los recuerdos borrosos de esos días que acabaron tirados en un portal, de cuando los dejó su novia o cuando se escondían para que su familia no los viera tomando esa copa que nunca era la última.

«No queremos ayudas, ni subvenciones. Todo lo gestionamos nosotros. No hay que pagar nada por venir. Es gratuito», dice Pablo. Nadie diría que ese mozo amable que ofrece una taza de café es alcohólico. Tiene varias carreras, un trabajo estable, una familia que lo quiere, nunca le ha faltado el dinero, pero confiesa que cuando empieza a beber no puede parar. Lleva tiempo lejos del alcohol, pero su batalla es diaria, «solo por hoy», como reza uno de los carteles que cuelgan de la pared. Porque para ellos, «mañana no existe. Hay que pelear hoy».

Cuenta que la primera vez que se emborrachó tenía 17 años. «Bebí una botella de vodka de penalti y acabé con un coma etílico en el hospital. Vivo de milagro. No me quedaron secuelas también de milagro», cuenta. Sabe que no se va a curar porque, explica, «no te vuelves alcohólico, naces alcohólico. Es una enfermedad mental porque beber es la consecuencia de otro problema».

«No sabemos enfrentar la vida»

El asunto, apostilla Dolores, es que «no sabemos enfrentarnos a la vida». Ella es una de las usuarias más veteranas. Nadie diría tampoco que Dolores es alcohólica como Pablo. Estudió una carrera, durante su época de estudiante fue de vinos decenas de veces con sus amigos por Santiago..., pero yo, a diferencia de mis amigos, «no pude parar. No puedo parar. Recuerdo una vez en que llevaba un tiempo alejada de las copas. Hacía mucho que no probaba nada. Mi madre me veía bien y como era un día en que había nécoras, no le pareció mala idea que las acompañara con un poco de albariño. Comentaba ‘¡Venga mujer! Tómate una copa nada más’. No sabe lo que provocó aquel sorbo».

Porque un alcohólico, coinciden ambos, no tiene por qué beber todos los días. «No lo hacía a diario. Desde luego cuando tenía que preparar exámenes no lo hacía. La cuestión es que cuando salía no paraba. ¿Sabes lo que es beber durante 30 días continuados?», pregunta Pablo. El interrogante está en el aire. Porque no es lo mismo, dicen, un bebedor social que se excede durante muchos días, aunque las consecuencias en la salud sean también malas, que un alcohólico que va a serlo durante toda la vida. «Es muy difícil aceptarlo. Todo el tiempo estás pensando en frenar, pero no puedes. Parece muy fácil al contarlo», dice Pablo.

Está sentado junto a Dolores frente a esa puerta de entrada abierta 24 horas, 365 días al año. De repente se abre. Entra Manuel. Lleva poco tiempo acudiendo a esta asociación integrada ahora por unas 25 personas, pero abierta a todo el mundo. El más joven tiene 23 años. El mayor 72. No le importa salir en la foto porque, dice Manuel, «no me escondí nunca». No suele ser lo habitual, sobre todo entre las mujeres. Lo cuenta Dolores. «Hay muchas que beben solas en casa. A mi me daba vergüenza que me vieran borracha». Pero ni eso lograba aplacar el gusano que la carcomía cuando no podía beber. Tuvo delirium tremens. «Veía serpientes», confiesa. Y llegó un día en que ella misma, por su propio pie, se acercó a pedir ayuda porque no podía más. «No me gusta el alcohol. No me gusta nada el vino. Pero llegué a mezclarlo con yogur líquido para que me entrara el primer trago. Tenía algo en el estómago que no me podía sacar de dentro. Solo podía hacerlo con alcohol», dice. A Pablo le obligó su madre y la que entonces era su novia. Acabaron casándose. Continúan juntos. Porque aunque es complicado superar un día más sin beber, puede hacerse.

Acabar con el estigma

Dolores, Pablo, Manuel... el resto de usuarios que van llegando a cuentagotas quieren romper tópicos. Como el Doctor Bob o Bill W., un médico cirujano y un agente de bolsa cuyas fotos cuelgan de la pared. «Fueron los fundadores de Alcohólicos Anónimos en Akron (Ohio) hace más de ochenta años», cuentan.

Su historia está colgada en Internet. El segundo, que vivía en Nueva York, había tenido problemas con el alcohol, tenía miedo de recaer. Para blindarse buscó a alguien con el mismo problema que pudiera comprender lo que le ocurría. Coincidió que estaba en Akron, donde le presentaron al médico. Empezaron a hablar. Descubrieron que mientras contaban su experiencia lograban no pensar en beber. De ese modo nació el programa que ahora usan en el local de A Coruña. Por eso, Dolores, Pablo, Manuel... cuentan lo mal que les ha hecho pasar el alcohol. Ninguno tiene un aspecto deteriorado, ni duerme en la calle, ni lleva en la mano vino de cartón. «Hay que romper el tópico, acabar con el estigma», dicen. Son enfermos, quieren curarse. Y abren la puerta a cualquiera que quiera entrar.