No ha sido Rusia, ha sido Putin

Javier Armesto Andrés
Javier Armesto EL QUID

OPINIÓN

DPA vía Europa Press

28 feb 2022 . Actualizado a las 11:05 h.

Vladislav, mi hijo ruso ­—el niño que acogimos durante diez veranos en nuestra familia gracias a la asociación Ledicia Cativa—, nos envió hace una semana unas fotos de su pueblo, Novozybkov, donde podían verse los tanques del Ejército de Putin perfectamente alineados en sus calles. Este jueves nos mandó unos vídeos grabados por amigos suyos en las afueras, con los lanzacohetes disparando sin tregua en dirección a la frontera ucraniana. Situada a 220 kilómetros de Chernóbil y a menos de 300 de Kiev, esta localidad de 42.000 habitantes ha sido una de las principales vías de entrada para la invasión y la puerta para acceder al control de la central nuclear accidentada. No deja de ser irónico que la instalación que dejó al descubierto las vergüenzas del régimen soviético y cuya explosión contribuyó a la caída del muro de Berlín y, a la postre, de la URSS, vuelva otra vez a estar en poder de Moscú. 

Durante los veinticinco años que se celebró, el programa de Ledicia Cativa permitió a cientos de familias gallegas como la mía conocer de primera mano cómo son, cómo piensan y cómo viven los ciudadanos rusos. Igual que se dice que Nueva York no es Estados Unidos, tampoco Moscú, con su opulencia, sus impresionantes fortalezas, iglesias y edificios históricos, las bellísimas estaciones de metro y los oligarcas paseándose en coches de lujo, es una fiel representación de lo que es Rusia. En Rusia hay mucha pobreza. La renta per cápita es de 11.600 dólares, la cuarta parte que la de España, y el salario mínimo es de 139 euros al mes. Tienen gas, millones de kilómetros cuadrados de territorio y el segundo mayor Ejército del planeta, pero el futuro es gris tirando a negro para la inmensa mayoría de sus habitantes. Visitar ciudades como Novozybkov es volver medio siglo atrás: bloques de edificios de mala construcción, muchas calles sin aceras o sin asfaltar, tiendas mal abastecidas...

Este es el caldo de cultivo en el que pescan los tiburones como Putin. Al igual que Hitler en la Alemania de los años 30, utiliza el nacionalismo para desviar la atención del pueblo de los grandes problemas que él no es capaz de solucionar y ha encontrado en Occidente el chivo expiatorio. Y al igual que hace un siglo, el mundo le ha dejado actuar impunemente. La ocupación de Crimea en el 2014 fue la noche de los cristales rotos de nuestro tiempo, que contemplamos estoicos.

También hay que reconocer que políticas como la de Estados Unidos —invasión de Irak en base a una mentira y el abandono de Afganistán dejando el país en manos de los talibanes— contribuyen a la inestabilidad. Es curioso cómo Biden se ha pasado semanas advirtiendo de la inminente invasión, pero no ha movido un dedo para evitarla. Tampoco Boris Johnson, encantado de que en el Parlamento británico ya no se hable de sus fiestas en el 10 de Downing Street.

La guerra... Nadie quiere la guerra, salvo esos locos dispuestos a arriesgar la vida de la gente. Pero, por muy pacifistas que seamos, llega un momento en que la guerra es necesaria. Lo fue en 1939 y puede que ahora haya llegado también el momento. Por los ucranianos y por Vladislav, que merecen un futuro sin dictadores.