Despilfarro

Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

22 oct 2017 . Actualizado a las 05:01 h.

El concepto de escasez, y la necesidad de gestionar medios escasos, está en el centro de buena parte de los esfuerzos analíticos de la corriente principal de la Economía. De hecho, la definición canónica de esta disciplina, que no suele faltar en las primeras páginas de los manuales, la dio el economista británico Lionel Robbins haciendo referencia a ese asunto: «La Economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios limitados que tienen usos alternativos».

Sin embargo, desde hace muchas décadas, no han faltado economistas que se apartaran radicalmente de esa visión, al señalar que el problema económico central es más bien el contrario, es decir, organizar la abundancia y evitar la dilapidación de los recursos. De esa concepción alternativa participaron algunos destacados economistas del pasado, como J. M. Keynes, al menos en lo que respecta al análisis de las crisis económicas (la sobreproducción como elemento de quiebra del sistema). Pero probablemente el autor que más ha contribuido a difundir ese planteamiento, que podríamos calificar de heterodoxo, fue John K. Galbraith, en obras tan conocidas como La sociedad opulenta. De él son famosas estas palabras: «El crecimiento no podría ser entonces un objetivo. La publicidad y otras artes análogas ayudan a desarrollar el tipo de ser humano exigido por los objetivos del sistema industrial: un hombre que gasta regularmente su renta y trabaja regularmente porque siempre necesita más».

En su recién publicado libro El despilfarro de las naciones (Clave Intelectual), el profesor Albino Prada se ubica con rotundidad en esa tradición intelectual. Construida sobre una base muy extensa de lecturas -de Epicuro a Bertrand Russell-, este libro aplica todo eso a la economía contemporánea, y constituye una buena aportación al argumento de que «vivimos en un mundo económico atrapado en un disparatado despilfarro catastrófico, aunque siga convencido de que gestiona la escasez». Un mundo en el que, según Prada, al mismo tiempo que una buena parte de la capacidad productiva queda infrautilizada, miles de millones de habitantes del globo viven por debajo de las necesidades vitales.

Pensado con una perspectiva global, el libro pasa revista a las principales manifestaciones de ese «despilfarro catastrófico»: los problemas poblacionales y la huella ecológica. Sobre ambos asuntos se dan datos de mucho interés, apuntando hacia la idea de los «límites del crecimiento». Con insistencia -y basándose en casos como el de Japón, donde entre 1958 y 1991 el PIB real per cápita se multiplicó por seis, sin anotarse cambio alguno en la satisfacción vital declarada- sostiene que habría que alejarse de la búsqueda de un crecimiento continuo e indefinido, y apostar por una economía estacionaria. En sus palabras: «No es razonable inferir que un producto creciente per cápita origine un bienestar per cápita también creciente. Eso es algo que no se conseguirá trabajando y produciendo más, sino trabajando y produciendo de otra manera».

Argumentos como los de Prada obligan a entrar en el debate acerca de la idea de progreso en el siglo en que vivimos. Su principal conclusión es sin duda polémica, pero no debiera pasarse sin más por encima de ella. Según él, la prioridad de nuestras sociedades no debiera ser seguir creciendo y creciendo, sino organizar mejor la distribución y atender a variables como la calidad de vida. Y medir de otra manera -incluyendo esas variables cualitativas- el propio PIB. Es la visión, muy bien contada, de un economista humanista.