Dolorido

Miguel Salas CRÓNICAS FORENSES

FERROL

10 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Ayer volví después de años a una escuela de karate. Es de kenpo, una modalidad que nunca había probado. La elegí porque dicen que es más realista. Yo, que no entiendo que muchas artes de combate estén perdiendo su espíritu marcial para volverse olímpicas -en taekwondo, por ejemplo, se está instaurando el uso de chivatos electrónicos en los acolchamientos de los pies, para que cualquier roce de nada se detecte y puntúe, como en esgrima deportivo- decidí probar. Y comprobé la veracidad de los rumores: hoy parezco un Ecce homo.

Cuando vi, en el vestuario, las proporciones físicas del personal, supe que la cosa no iba a ser un camino de rosas. Las coquillas de fiero aspecto que todos estaban poniéndose terminaron de mosquearme. Ya en el tatami -que no es de goma, sino de parqué «porque la calle no es blandita», me dijo uno- me pusieron delante de un siberiano enorme y me explicaron los golpes a practicar.

Los rusos, que tienen una densidad específica diferente a la de los demás humanos -frente a ellos se siente uno como una ramita de canela ante un diamante- son también muy educativos: el mío me enseñó, por ejemplo, que no hay quien pare un puñetazo eslavo. Mi nariz fue la primera en sacar tal conclusión, que enseguida comunicó al resto del cuerpo mediante una escandalosa hemorragia. Podría decirse que la primera clase fue un éxito, si se extraen de ellas las conclusiones correctas. La primera, jamás ponerse chulito en Moscú.