«La cabra del rey Abdullah estaba guardada en la sala de la calefacción»

mONTSE CARNEIRO LA VOZ / A CORUÑA

A CORUÑA

MARCOS MÍGUEZ

Al frente del Coral durante seis décadas, a sus 90 años César Gallego se explica con más humor y carácter que nunca

09 ene 2017 . Actualizado a las 20:23 h.

César Gallego es falperrano de carácter, tiene humor y finezza, y solo él sabe lo que vio, oyó y calló durante medio siglo al frente del Coral. A sus 90 años, naturalmente, calla poco. Se jubiló dos veces y ahora solo se acerca al restaurante, que dirige su hijo Andrés, «a comer, observar y, si hace falta, llamar la atención. Soy un poco hueso».

-¿En su casa el oficio se hereda?

-Sí, mi padre era camarero, de Valladolid. Vino a hacer la mili aquí (ya sabes que Franco, aparte de dictador, era listo, y mandaba a los gallegos a Valladolid, a los de Valladolid a Galicia, y a los de Andalucía a Barcelona, para evitar los nacionalismos) y se casó con mi madre, que era una gallega de Montrove. Mi padre no quería que fuéramos camareros como él y nos mandó a Maestría. Pero lo de meterse debajo de un coche no era lo mío. Yo era un poco finolis. Empecé a trabajar de camarero por obligación, porque de algo tenía que trabajar.

-No le gustaba...

-Era muy quisquilloso. Cuando tenía algún problema en Maestría mi hermano me veía nervioso y ya venía. «¿Qué te pasa, qué te pasa?». «Pues nada, que me falta una lima», o una pulidora, lo que fuera. Y él me decía: «Bueno, tú no te muevas, que te traigo yo una». Y yo: «No, no, yo quiero la mía». Era un repugnante. «¡Pero César -me decía él-, son todas iguales, cómo vas a saber cuál es la tuya!». Pues yo quería la mía. Era demasiado recto. Después tuve la gran suerte de entrar en el Lardy y en el Embajador, adonde vino el rey Abdullah, y allí me di cuenta de que ser camarero no consistía en servir un café con leche o un vaso de vino, y que había algo más. En cuanto vi trinchar un pollo, limpiar un lenguado, flamear un postre, ahí cogí interés por la profesión.

-Se estrenó con un rey...

-En el Embajador, un hotel precioso, donde está ahora la Diputación. ¡Había una alegría entonces en Coruña! Aquellos Miércoles de Féminas del Leirón, con todas las señoras con pamela... Al rey Abdullah lo recibió el alcalde Molina en el Leirón y trajeron una cabra porque no bebía más que leche de cabra, ja, ja. La guardábamos entre los tubos de la calefacción. Y primero dijeron que solo tomaba leche de camella y uno dijo: «Bueno, camella no tenemos, pero tenemos a un jorobado encargado de las calderas y podemos hablar con él», ja, ja. Era un poco grosero el chiste.

-Es bárbaro. ¿Sabe que el Coral es el restaurante gallego más veces recomendado de la Guía Michelin, 57 años?

-Pero no tenemos la estrella. Nunca la conseguí, no sé por qué; en cambio a mi amigo Pardo, en paz descanse, se la concedieron. Y dieron la estrella a sitios que yo creo que son inferiores a mi casa. No sé por qué a nosotros no. Por falta de malicia, a lo mejor. Porque ellos vienen de incógnito y deberíamos saber que ese señor no viene a comer, que viene a otra cosa.

-¿Por qué se distingue el Coral?

-Es un restaurante conservador. Cuando yo lo cogí, en el 54, lo que se llevaba era el pollo. También servíamos el turnedó Rossini, el chateaubriand, la merluza, el rodaballo... Tenía a dos proveedoras sin saber una de la otra que me llamaban la víspera para saber qué quería. Pero todos los días yo iba a la plaza a controlar los precios. Después vino Fraga, que era ministro, y canceló los precios. No podíamos subirlos, en el mercado cobraban lo que tenían que cobrar y llegó un momento en que perdías dinero. Fraga era muy trabajador y, a lo mejor por eso, andaba siempre con prisas.

-No tenía tiempo que perder...

-Claro. Yo le daba a firmar el libro de visitas, medio me lo tiraba de vuelta y allá se iba corriendo.

«Un cliente que coge la carta y dice ‘vamos a ver’, protesta seguro»

César Gallego recuerda a decenas de clientes ilustres, desde un mandatario que dejó las marcas de los dientes sobre una nécora, al secretario de un presidente español que escribió una impertinencia en el libro de visitas y recibió una bronca severa. «Me gusta su carácter», me dijo. «Todo aquel cliente que llega, coge la carta y dice ‘vamos a ver’, si no protesta en la comida protesta en el postre, o si no en la factura, pero protesta seguro. Y otro también muy peligroso es el que se sienta en la esquina de la silla, porque no hay manera de servirlo».

-¿Y los vinos?

-Los vinos pueden mejorar hasta los 20 o 25 años, después van para abajo, como las mujeres...

-Y como los hombres...

-También, también. ¡Pero yo no voy a hablar de los hombres! Creo que estoy hablando de más. Y no bebí.

-¿Es aficionado a la buena mesa?

-Un comilón. Cuando voy al restaurante de Pablo [Gallego, su hijo] me pone unas gulas con salmón ahumado que sabe que me gustan, y claro, yo no puedo comer con sal, pero bueno, una vez... Una vez detrás de otra, me dice Pablito.

-¿Cuál fue la época más difícil en su profesión?

-Cuando era encargado del Coral. Me pusieron muchas zancadillas, me daban las fuentes por donde quemaba. Los celos... Y si me preguntas la más bonita te diré que fue cuando mi jefa me dijo que se jubilaba y que tenía que hacerme cargo del negocio. «¡Pero no tengo dinero!», le dije yo. Y ella me contestó: «No se preocupe, César, todo tiene arreglo». Y así fue. Ahora tenemos que irnos, necesitan la mesa.

En la barra del bar donde tiene lugar la entrevista, algunos clientes esperan para comer. César Gallego se levanta, pide disculpas al camarero y se marcha.