50 años del accidente de avión de Los Andes: «Lo peor no fue comer los cuerpos de nuestros amigos»

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El 13 de octubre de 1972 el aparato, en el que iban 40 pasajeros, se estrelló en medio de la nada en la cordillera más grande del mundo. Hablamos con Pablo Vierci, autor del libro «La sociedad de la nieve», que da título a la próxima película de J Bayona. En él los 16 supervivientes cuentan cómo lograron permanecer 72 días en condiciones extremas
22 dic 2023 . Actualizado a las 15:41 h.Eduardo Strauch tiene 74 años y regresa cada año a lo alto de la montaña, a más de 3.700 metros, a una zona inhóspita en la cordillera de Los Andes. Es uno de los 16 supervivientes del accidente del avión que cayó, hace ahora 50 años, el 13 de octubre de 1972, en el medio de la nada. Al este se ven montañas elevadísimas y picos escarpados, al oeste, el mismo infinito de montañas y montañas. Eduardo sube por una zona peligrosísima a caballo por lugares inimaginables donde de pronto te puede sorprender el abismo o una avalancha de nieve, pero él sube y sube porque allá arriba siente una especie de éxtasis. Es el lugar donde está en comunión y donde puede hacer el duelo. Llora a todos los amigos que, con menos de 20 años, perdieron la vida en la que es toda una epopeya, la gran hazaña del siglo XX, que puso al límite las posibilidades del ser humano.
Pablo Vierci, autor del libro La sociedad de la nieve, era amigo de la infancia (y es) de Eduardo y de todos los chicos, muertos y vivos, de aquel equipo de rugbi. Todos viajaban de Uruguay a Chile en un chárter para jugar un partido. Pero el destino les tenía otra misión, que Pablo detalla en este compendio de horas y horas de entrevistas con todos ellos. Empezó a escribirlo en el 73 y lo ha reeditado. Su trabajo es la fuente de la que ha bebido el director J Bayona para llevar adelante la película del mismo nombre: La sociedad de la nieve, que estrenará próximamente. Porque Bayona está obsesionado con esta historia desde hace muchos años, en el 2011 les envió la primera carta a los supervivientes. En el 2017 Pablo y él tuvieron su primer encuentro. Ahora han compartido rodaje, en Uruguay y en Sierra Nevada, en unas duras condiciones, dado que el director español quería que el equipo se aproximase, con esa incomodidad, a lo mínimo que pudieron sentir los jóvenes durante los 72 días que estuvieron en lo alto, hasta que fueron rescatados el 22 de diciembre.
«Yo subí al lugar del accidente en Los Andes en el 2006 —relata Pablo Vierci—, pero no vuelvo más. Ese lugar me atemoriza, es muy, muy peligroso. Hay dos supervivientes, Daniel Fernández y Bobby Francois, que no volvieron jamás. ¿Sabés por qué? Bobby no vuelve porque allí pasó los peores momentos de su vida, allí murieron sus amigos. Y Daniel, porque en ese lugar se forjó la sociedad de la nieve, que él resume en una frase reveladora: ‘Nunca fuimos mejores personas'».
SOLOS, EN MEDIO DE LA NADA
En el momento del accidente de avión se quedaron en la montaña, rodeados de nieve, 29 personas, de las que sobrevivieron 16. Los amigos fueron perdiendo la vida en brazos de los otros. Pero en esas circunstancias extremas surgió lo que Vierci llama la sociedad de la nieve: ahí emergió una nueva manera de ser y de estar. «Es imposible reproducir lo que sintieron a 3.700 metros de altitud, abandonados en el medio de la nada, con ese tamaño de Los Andes, la cordillera más grande del mundo. De pronto no tienen horizonte, miren para donde miren, es un infinito. Ellos venían de Uruguay, de un país de playa, y no tenían ninguna noción de la montaña ni de la nieve y se tienen que inventar, construyen una sociedad nueva», explica Vierci. Esa sociedad no saca de cada uno de ellos el «sálvese quien pueda», sino todo lo contrario. Es un abrazo constante, tanto físico como metafórico, que los hace sobrevivir. Todos se unen para darse calor y descubren que solo en la misericordia, en la humildad y en la generosidad pueden avanzar. «Uno de ellos llega a decir que son como una única persona dividida en muchas. Y fue así: desaparecieron los egos, porque enseguida reconocen que la salvación es colectiva o no hay salvación», relata. «Hubo roces, claro, pero como la muerte les pisa los talones, si se pelean, enseguida se abrazan llorando. La fraternidad hace surgir una suerte de cofradía, un bien común; la supervivencia es colectiva. No individual».
En esa sociedad se organizan: unos se dedican a racionar la comida, otros a cubrir los restos del avión para que no entre el frío, porque viven en apenas unos metros, todos apelotonados, con los restos del fuselaje. En esa sociedad no pierden la esperanza. «Antonio Vizintín expresa que ‘de noche se quiebra, pero de día se recupera'», especifica Vierci, y esa es la ilusión que mueve montañas, la que los hace avanzar. «Hay una frase que otro de los supervivientes revela y yo recojo en el libro: ‘Vivir no alcanza, soñar es lo que importa'. Tienen ese motor dentro».
Si uno está de bajón, el otro no permite que deje de comer y decaiga, pero sin llevarse nada a la boca tienen que tomar la primera gran decisión: alimentarse con los cuerpos de los amigos muertos.
«Cronológicamente, el primero que habla del tema es Nando Parrado, quien en el día 65 tras el accidente es el que, finalmente, va a liderar, con Roberto Canessa, la expedición para buscar ayuda atravesando Los Andes. Pero todos hacen un pacto: servirse de combustible unos a otros. En un momento en el que apenas se hablaba de la donación de órganos —porque el primer trasplante de corazón se hizo en el 67—, ellos ya donan su cuerpo a los demás. Es revolucionario», dice Vierci. Él sabe que fue una decisión común «en la trinchera». «No tenían nada que comer, perdieron 30 y 35 kilos, no tenían fuerzas. Algunos eran estudiantes de Medicina y saben que necesitan proteínas, por eso primero cortan los músculos, pero luego se dan cuenta de que tienen que raspar los huesos para nutrirse de calcio, y necesitan fósforo, magnesio, así que se comen las vísceras. Todos se ceden sus cuerpos si fallecen, es un acto máximo de generosidad».
Pero lo peor —dicen ellos— «no fue comerse los cuerpos de los amigos, no. Lo peor fue, para algunos, la incertidumbre. Y para la mayoría el peor momento llegó con el alud». La avalancha de nieve los sepultó cuando ya habían pasado 16 días del accidente, el 29 de octubre, otro cataclismo que los llevó al límite máximo. En ese momento murieron ocho compañeros, entre ellos la única mujer que había sobrevivido, Liliana, que estaba con su marido, Javier. El matrimonio tenía cuatro hijos, que soñaban con volver a abrazar juntos. Él se queda devastado y muchos caen en la desesperanza. «Se les viene literalmente el mundo encima. Están en un espacio mínimo, como el de un ascensor, y allí, sin oxígeno, sin saber si tienen encima dos o diez metros de nieve, apenas pueden respirar a través de un tubo que sacan al exterior. Es aterrador». Pero siguen buscando la solución. Unos levantan a los otros. «Es un ensayo-error constante, en eso consiste su hazaña, desde el día 10, que conocen por la radio que no los buscan más, saben que la solución depende solo de ellos. Y se las ingenian».
INGENIÁRSELAS PARA SALIR
Con las fundas de los asientos del avión construyen mantas, con la micra del parabrisas fabrican unas gafas para no quedarse ciegos, hacen expediciones hasta encontrar la cola del avión, y allí dan con un material impermeable que recubre los radiadores y les permitirá construir algo fundamental para salvarse: los sacos de dormir para cuando Nando y Roberto inicien la marcha; ¡hasta con la pelota de rugbi construyen un orinal...! Llegan a hacer pis en las manos cuando se les quedan congeladas... Pero no paran, siguen adelante, «porque siempre están en permanente alerta», dice Vierci. «El poder de la mente es extraordinario, su historia te reconforta con el ser humano. En ese frío aterrador, Daniel Fernández llega a contar que no lo nota y que es a través de una botella de agua, cuando se congela, como sabe que está literalmente viviendo en un refrigerador. Se acostumbran a todo».
Unidos en el pacto, allí todo es de todos. «Tienen repartido el trabajo, los cigarrillos..., pero nadie manda sobre el otro, es una supervivencia colectiva». Por eso cuando Nando y Roberto inician su camino hacia el oeste, donde está Chile, el día 65 después del accidente, solo piensan en volver a por todos. Es una proeza. Escalan y descienden montañas,vuelven a escalar y descender montañas en el límite de sus fuerzas y unas condiciones precarias. Pero hasta el rescate es una agonía lenta: cuando llegan a un valle y se encuentran con el arriero Sergio Catalán, los separa un enorme río de corriente frenética que les impide encontrarse. «Mañana, mañana», les grita el arriero sin saber quiénes son. Al día siguiente él y Nando se lanzan un papel escrito a través de una piedra atada con un cordel para comunicarse. El arriero no da crédito, esos dos hombres, con aspecto de vagabundos, son supervivientes del avión. A caballo cabalga diez horas hasta llegar a Los Maitenes, donde le cuenta al responsable del Ejército lo que ha pasado, y se ponen en marcha, incrédulos, a recoger al resto. Pero como las condiciones meteorológicas son muy duras, los helicópteros no pueden aterrizar y solo pueden bajar tres rescatistas, que pasan la noche con los 14 supervivientes restantes. Allí Sergio Díaz, uno de ellos, les da sopa, mate, y recita con todos el poema de José Martí Cultivo una rosa blanca. Es el final de una epopeya, que termina el 22 de diciembre de 1972. Sergio, el rescatista, los prepara para regresar a la sociedad de los vivos, donde todos los daban por muertos, y en ese choque hay lugar hasta para que surja el humor. Porque cuando ya están en el camino de vuelta a casa en el aeropuerto, un funcionario le pide a uno de los supervivientes el carné de identidad.
«¡Estaban muertos y sin documentos! —se ríe Vierci—; hicieron lo imposible». Esas dos palabras que Bayona subrayó del libro La sociedad de la nieve, publicado en el 2009, para darle título, posteriormente, a su película sobre el tsunami del 2004. Hicieron lo imposible. Y para celebrarlo, cada 22 de diciembre los supervivientes y sus familias se reúnen —y no han fallado en estos 50 años— en un acto de amor. Es un modo de recordar también, en esa íntima unión, a los amigos muertos que allá arriba les dieron la vida.