«Robin nació en la semana 24, en el límite de la vida»

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Sergi y Carolina con su hijo Robin
Sergi y Carolina con su hijo Robin MARCOS MÍGUEZ

Con los ojos aún sellados, con los pulmones sin madurar, con la piel fina y enrojecida, este bebé es uno de esos pequeños héroes que después de 106 días en el Chuac se convierten en todo un milagro

14 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Carolina y Sergi sonríen por fin con su bebé en brazos al otro lado de la ría. Han hecho su travesía y «estar en la otra orilla» con el hospital Teresa Herrera enfrente es una imagen con la que habían fantaseado en los peores momentos en los que estuvo ingresado su hijo. «Hemos pasado en el Materno 106 días con Robin», confiesan. Ellos son de un pueblecito del Pirineo leridano, se dedican al turismo rural, y a finales del pasado junio decidieron venir a A Coruña porque la sobrina de Carolina estaba a punto de nacer: «Veníamos de vacaciones con la ilusión de conocerla, y estábamos en un apartamento con mi madre, mis hermanas, pasando unos días». La sobrina de Carolina nació bien, pero lo que no se esperaba ella es que con solo 24 semanas de embarazo su parto iba a ser inminente.

«Sergi se había marchado ya de aquí por trabajo y yo me había quedado un tiempo más, en dos días iba a coger el tren, pero como no me encontraba muy bien, decidí ir a urgencias a un hospital privado de A Coruña porque había empezado a manchar. Allí me dijeron que había dilatado dos centímetros y me recomendaron reposo absoluto». Así lo hizo Carolina. Sin embargo, a los dos días todo se complicó: «Volví a urgencias porque yo seguía encontrándome mal y entonces me informaron de ya estaba de cuatro centímetros y el ginecólogo de guardia me explicó que el parto se había desencadenado y era imposible frenarlo, así que no lo dudé, me cogí un taxi con mi hermana directa al Materno».

Entre WhatsApps y con la nebulosa de una madrugada que se convirtió en una pesadilla, Sergi no sabía si estaba soñando o lo que le contaba su mujer era realidad. «Para mí fue el peor momento de mi vida —cuenta—, fue una angustia terrible saber que iba a nacer y yo no podía estar para acompañarla, no sabíamos qué iba a suceder, porque todo fue muy rápido». Carolina ingresó a la una de la madrugada y a las 4,16 su hijo llegó al mundo el 9 de julio en una situación extremadamente delicada, rodeado, eso sí, de muchísimos médicos, tanto del servicio de ginecología como de neonatos, que «actuaron con toda la profesionalidad». «Es muy duro explicar lo que sientes en ese momento, porque va todo aceleradísimo, tu vida está pasando y no puedes escaparte de una realidad terrible. Yo sé que me hablaban, me explicaban lo que estaba sucediendo, aunque yo respondía de una manera automática, solo asentía con la cabeza. Pero si te digo la verdad, no me acuerdo ni de lo que me estaban contando porque el shock es tan grande que a mí en los primeros dos días no me cayeron ni las lágrimas. Luego ya me puse en modo supervivencia», confiesa Carolina, que no duda en expresar que todo lo que tienes planificado se desvanece. «Yo aún tenía que ir a clases de parto, a yoga, a gimnasia, tenía un montón de citas previstas y de la noche a la mañana me veo pariendo con una incertidumbre terrible». «Temía por el niño, claro, y también por mí. Sé que le dije a la pediatra que si él venía con ganas, por supuesto íbamos a luchar, pero si la situación era muy dramática, ir en contra de la naturaleza tampoco era nuestra idea». Pero su hijo tenía todas las ganas del mundo.

 LA IMAGEN DE LA FRAGILIDAD

Con apenas 600 gramos de peso y con solo 24 semanas, Robin se aferró a la vida y empezó a pelear con todas sus fuerzas. Con los pulmones aún sin madurar, con la piel finísima y enrojecida, lleno de tubos por todas partes y con los ojitos aún sellados, el bebé era la viva imagen de la fragilidad. Así lo conoció su padre, que llegó a las seis de la tarde tras recorrer mil kilómetros en coche. «Es un impacto verlo, tienes mucho miedo, no sabes si va a vivir, si va a morir», expresa Sergi. «Para mí fue angustiante y muy abrumador», relata Carolina, que sí pone mucha luz en el relato de cuando a los dos días le dejaron hacer el método canguro. «Para mí fue un momento muy grande, fue como si me hubieran sedado, me cambió la cara, ¡por fin mi cachorro encima! —se emociona—, fue un subidón y la droga más grande que yo he probado. Después de tenerlo conmigo, no podía ni caminar, fue grandioso».

En esta travesía, el camino ha sido una escalada, aunque con un rumbo siempre a favor. Robin iba haciendo sus logros, mejoraba, si bien las tres primeras semanas fueron, según sus padres, «de vida o muerte». «Nosotros no tenemos palabras para describir el trabajo de los médicos, todo ese equipo de neonatos es de una profesionalidad impecable, ¡pero además son humanos! —sonríe Carolina—, te apoyan en todo, nuestra experiencia ha sido buenísima y cuando ves que tu hijo está atendido por casi 100 personas, todas organizadas, te tranquilizas». «Ellos cambian la vida de la gente todos los días, lo transforman todo, consiguen dar el gran paso de morir a vivir. Desde luego, los coruñeses tienen que sentirse afortunados de que sus hijos están en las mejores manos», señala Carolina que, con todo, recuerda que este proceso no ha sido nada fácil. «Yo tengo escrito un diario para contarle a Robin todo lo que nos ha pasado, mi marido me decía que no teníamos que compadecernos y estoy muy de acuerdo. Por eso pensamos que si él luchaba, nosotros teníamos que luchar con él, acompañarlo con todo nuestro apoyo, igual que a los médicos».

En esa ayuda, Carolina priorizó darle su leche. Con el apoyo de la asesora de lactancia, consiguió sacar todo lo que podía para cuando su hijo y otros bebés lo necesitasen. «La leche materna para estos niños con el intestino tan frágil es fundamental. Al principio le impregnan una gota del calostro con un bastoncito en la boca para que se inmunicen y después es un proceso muy lento. A los prematuros extremos les empiezan metiendo medio mililitro por la sonda, luego un mililitro, y así hasta que un día se la quitan y ya toda su alimentación es por el pecho». Robin empezó a succionar directamente del pecho cuando tenía 33 o 34 semanas. «¡Habían pasado más de dos meses y medio desde que llegó al mundo!», relata su madre, que reconoce que darle de mamar fue «otro subidón».

«A mí ahora me hablan de un bebé de 33 semanas y me parece que ya ha hecho la comunión», bromea, pero en verdad esos meses de maduración es un tiempo vital que Robin fue pasando en la incubadora. «Hubo sustos graves, de llorar mucho, de sufrir mucho, hubo complicaciones en el pulmón, en la cabeza, en los ojos, dejó de respirar un día, le tuvieron que poner corticoides, luego le subió la tensión... ¡Pero ya ha pasado!», expresan aliviados Sergi y Carolina.

Por fin, con 2 kilos y medio de peso, a Robin le han dado el alta cuando supuestamente tenía que haber nacido y para despedirlo de la uci todo el equipo de neonatos del que es responsable el doctor Trisac lo ha graduado con un diploma y su birrete. «Fue muy emocionante, yo no podía parar de llorar», se quiebra Carolina, que junto a su marido ha tenido la fortuna de estrenar las habitaciones individuales que han puesto en la unidad. «Es un paso definitivo, estar en la habitación con tu independencia, tu baño, tu butaca, poder dormir con él, poder besarlo, abrazarlo, darle de mamar sin tener que ponerte la mascarilla... Hemos estado así tres semanas después de que le quitaran los tubos y ha sido, además de maravilloso, una tranquilidad. Si tienes cualquier agobio, las enfermeras y los médicos están pegados», indican.

Ahora Sergi y Carolina vuelven a su pueblo teniendo la certeza de que si el parto se hubiese producido en otro contexto Robin no hubiera sobrevivido. «Nos vamos felices, volveremos a A Coruña porque aquí tenemos familia, pero también dejamos a esa otra familia del hospital. Pensaremos siempre en ellos y a nuestro hijo le hablaremos de todos los hermanos de uci que tiene aquí». Ciento seis días después, a Robin, que lleva el nombre en inglés del petirrojo, el pájaro favorito de su madre, le toca por fin volar.