Yuri Gripas / POOL

29 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Donald Trump no firma, Donald Trump perpetra. Y lo hace con el mismo ademán con el que aborda todo lo demás: a lo bestia. Sobre la mesa del despacho oval que ahora ocupa el personaje, enormes rotuladores de los que los seres humanos utilizamos para escribir en las pizarras aguardan para ser empuñados por el presidente de Estados Unidos. Con esos utensilios firma decretos y ataques contra Irán en una ceremonia a la que concede una importancia intimidatoria. El tamaño de la firma, el ruido del rotulador deslizándose sobre el papel, el tiempo que le dedica y el rictus con el que aborda todo el proceso demuestran que para Trump una firma no es un compromiso sino un ataque que acomete con la soberbia marca de la casa y con el mismo revestimiento zafio que impregna toda su presidencia.

No puede ser lo mismo firmar con una delicada estilográfica Caran d’Ache que hacerlo con una punta plástica rebozada en alcohol del tamaño de un botón. Y no es que Trump desprecie la liturgia que cualquiera le concedería a gestos relevantes como los que acontecen en uno de los grandes despachos de la Tierra, es que está acuñando su propia liturgia, unas nuevas tablas de la ley despreciables para muchos, pero que movilizan a más votantes de lo que nos gustaría reconocer.

Un garabato inestable

A estas alturas de la revolución digital resulta conmovedora la importancia sagrada que le seguimos concediendo a la firma. Un garabato inestable que cambia con cada paso que das continúa siendo el fedatario de nuestra identidad, como si en ese pintarrajo con el que a veces zanjas un trato residiera tu esencia misma. Que los teclados no han podido con las firmas lo demuestran esos maquinillos con pantalla presentes en bancos y oficinas que a veces te conminan a firmar con el dedo en un intercambio absurdo que te deja satisfechísima a pesar del truño infame que desde ese instante da fe de tu existencia carnal y que el empleado acepta con una normalidad descacharrante.

El momento en el que un ser humano pequeño firma por vez primera su nombre acontece un ritual de paso al que no solemos conceder la importancia que tiene. Ese trazo será el primero de muchos que esa niña necesitará para trabajar, para endeudarse, para identificarse o para casarse. Los chavales ensayan en la infancia un dibujo que al cumplir 18 los atará de manera implacable. Hasta esa frontera de la mayoría, las personas tenemos la firma y la identidad alquilada a nuestros padres que con su marca nos van acompañando hasta que nos sueltan al mundo y ya una firma te puede llevar a la ruina. Por eso hay tanta información en el rotulador de Donald Trump.