30 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El enésimo titular del procés y sus criaturas han sido las croquetas del menú de Navidad con el que despacharon a los policías desplegados en Cataluña. «A los delincuentes se les dispensa mejor trato», denunció el SUP, inquieto por la posibilidad de que en Estremeras la mesa de Junqueras haya estado mejor servida. Al parecer el ministro Zoido ha dado la instrucción de abrir una información reservada para depurar responsabilidades, lo que indica la importancia que el Ministerio del Interior concede al rancho, objeto de una investigación secreta cuyas conclusiones pueden convertir las croquetas en un insulto, en una estrategia fallida para doblegar la moral de unos policías en un entorno hostil.

Ya sucedió hace unos meses cuando el cocinero Ferran Adrià afrentó a los asturianos de manera cruel al considerar que el desmesurado cachopo que los vecinos blanden como una bandera no era sino una gran croqueta, un simplificación que fue censurada con una masiva reacción identitaria que a punto estuvo de convertir al chef en persona non grata en el Principado. De Vegadeo a Ribadesella, el incidente de la croqueta separó más a las asturianos de los catalanes que cualquier DUI.

La croqueta tiene mucho de vicio oculto. Llegó incluso a ser objeto de una leyenda urbana, una excusa para cuestionar los criterios de legalización de vocablos de la RAE. Cómo fiarse de una institución que daba por buena la variedad cocreta, una alerta inmediata de agrafismo, una señal de que alguien no es de fiar. Almóndiga, murciégalo y cocreta. La santísima trinidad de los despropósitos lingüísticos. Había quien porfiaba sobre su presencia en el diccionario. En realidad las dos primeras constan como entradas en desuso y claros vulgarismos, pero la tercera nunca llegó a formar parte del repertorio de la Academia, cuyos dirigentes han dedicado horas a desmentir el infundio.

VULGARIDAD Y NOSTALGIA

Los mismos que desprecian la croqueta por su vulgaridad cuando se ponen finos, la reivindican cuando se ponen serios o nostálgicos. No hay mayor insulto que alguien arrebate a la madre de una la autoría de las mejores croquetas del mundo, una certeza que comparte con la tortilla de patatas. Se sabe de amistades de años truncadas por semejante osadía. Las croquetas dejan una impronta que nos acompaña hasta la muerte.

La Pardo Bazán -palabras mayores- habló sobre ellas en el primer recetario escrito por una mujer en España, La cocina española antigua (1913). «La francesa es enorme, dura y sin gracia. Aquí, al contrario, la hacen bien. Las croquetitas se deshacen en la boca, de tan blandas y suaves», escribió la sabia gallega, que además de feminista, literata, periodista, traductora y catedrática sabía bastante de fogones. La historia sitúa el origen de estos buñuelos en Francia en los albores de la Ilustración, lo que le concede un valor simbólico indudable. Aprovechar las sobras de la cena y convertirlas en algo nuevo y suculento tiene mucho de revolucionario, es un proceso antiaristócrata y burgués, una suerte de industrialización básica de algo que los reyes tratarían como desperdicio. El bocado tiene hasta su día internacional, el próximo 16.