«En esta guerra no ves las balas»

R. Domínguez A CORUÑA / LA VOZ

SOCIEDAD

El virus mató al padre de Santiago Ferreiro y ahora lo aísla con su madre. Bajo el mismo techo, pero en habitaciones distintas

30 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

A Santiago Ferreiro el coronavirus le ha golpeado, como sucede en tiempos de pandemia, con la crueldad de una tragedia que contagia a los que más te gustaría proteger. «Todo empezó el 9 de marzo», recuerda con la precisión de quien desearía poder olvidar. El COVID-19 se llevó por delante a su padre y ahora los confina bajo el mismo techo, pero en distintas habitaciones, a su madre y a él en un piso de A Coruña.

«Lo de mi madre fue un milagro, ella dio negativo y eso que lo estuvo cuidando seis días, sin separarse de él. A lo mejor ya lo pasó y está inmunizada, ¡quién sabe!», barrunta buscando explicación. Él, que se mudó a casa de sus padres cuando las cosas empezaron a ponerse realmente crudas, ha dado positivo.

«A mi padre lo dejamos allí un lunes y al domingo siguiente nos trajeron las cenizas»

Al principio, la fiebre del cabeza de familia no era alta y los antibióticos parecían la solución. Pero las cosas empeoraron y la sombra del COVID-19 comenzó a rondarles. Lo que parecía «una bronquitis más de las suyas» pasó a neumonía y llegó el ingreso. Era lunes 16. «Esa misma tarde ya nos llamaron desde el Chuac para decir que era positivo», cuenta Santiago. Decidió no dejar sola a su madre y comenzó su aislamiento: «Tiene 80 años y con el disgusto estaba muy angustiada y pensé "igual no se me muere por el COVID-19, pero sí de pena"», resume. Porque la pena final no tardó en llegar. «Estuvo el hombre resistiendo hasta el sábado de madrugada», lamenta ahora. Los de uno nunca viven lo suficiente y no consuela tampoco saber que era mayor. «Sí, tenía 92 años, pero estaba tan bien, con sus achaques, pero bien... Todo es muy triste», dice.

Adiós sin despedida

No bastaba con el dolor del adiós y se enfrentaron al adiós sin despedida. No tuvieron el alivio de un último beso ni una caricia final. «Me llamaban del hospital todas las tardes, nunca nos dieron muchas esperanzas. Hablábamos de la posibilidad de que papá muriera, pero... lo dejamos allí un lunes y al domingo siguiente nos trajeron las cenizas; aquí las tenemos, en casa, con nosotros». Así de terrible.

Y sin casi tregua para el duelo, llegó la angustia de esperar los resultados de sus test. Desde la primera sospecha ya habían tomado precauciones, pero los resultados volvieron a sacudirlos. Ahora, «cada día es una victoria», sentencia Santiago. «Al menos nos hablamos de una habitación a la otra, ella me escucha, hacemos un ratito de gimnasia a distancia y tengo que dejarla hacer alguna tarea, si no, se vuelve loca», explica con paciente resignación. Un amigo les trae la compra y hasta comen por separado. Por ahora, «estamos bien, creo que los síntomas que pude tener ya remitieron», recalca.

«Cada día es una victoria», dice mientras le controlan por el móvil los síntomas del COVID Aún así, «conmigo están más vigilantes», confiesa este hombre de 55 años que, de hecho, es uno de los primeros pacientes incluido en el sistema Telea, una app que el Chuac utiliza ahora como experiencia piloto para vigilar a los pacientes en sus casas. «Soy como una rata de laboratorio», bromea incluso. «Me da algo de seguridad», dice, y de alguna forma, marca paréntesis en los largos días de aislamiento. Tres veces al día y por el móvil, envía cuánta fiebre tiene y la saturación de oxígeno en sangre que mide en una pinza en el dedo, el pulsioxímetro. Además, contesta si tiene tos, dificultad para respirar o si la expectoración ha cambiado de color. «Yo meto los datos en el móvil y le aparecen a mi médico en el Ventorrillo; algo de tranquilidad me da», asegura sobre un sistema que incorpora alarmas por si los datos indican empeoramiento.

Lo que le ha tocado vivir, y un mundo confinado alrededor, le han dado para pensar muchas cosas, como que «a mi padre le sobraron diez días de vida», a temerse incluso «haberle traído yo el virus a casa», y a lamentar no haber podido enterrarlo, como él quería, en su pequeña aldea de Ortigueira.

«Esta guerra no nos la creíamos, aunque a lo largo de la historia de la humanidad siempre ha habido pandemias, siempre piensas que eres fuerte. Pero en esta guerra no ves las balas», reflexiona Santiago en voz alta. Por él, y por la otra causa de sus días, no quiere tampoco dejarse caer. «Soy optimista, saldremos adelante», se autoconvence. Quiere que su madre vuelva al centro cívico y a pasear por el pulmón verde de Santa Margarita, y desea devolver los abrazos que le quedaron pendientes. ¿Qué es lo primero que hará cuando todo esto acabe? Responde Santi sin dudarlo: «Ver a la gente que me está apoyando, a los amigos que están ahí y siempre han estado».