Papuxa es nombre de paraíso

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

RIBADAVIA

Santi M. Amil

12 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El paraíso a veces no está tan lejos. Lejos puede ser cualquier sitio, incluso Samil. A veces tiene otro nombre distinto, mejor, y no hay letreros indicatorios que te guíen en cada curva, en cada cruce confuso de carretera secundaria acumulando la tensión de esa falta de drama en la escena. La que siempre descartan en la edición final.

En ocasiones lo colocan allí, justo en el sitio que nunca visitas. Ese que pasas de largo porque había un whatsapp demasiado importante que leer, que escuchar. Porque ahora los mensajes se escuchan.

Yo llegué al paraíso en un utilitario -que en realidad no es más que un coche estándar, de esos que solo sirven para llevarte a los sitios- abrasado por el aire caliente de la ventanilla del copiloto. El conductor, en un acto caprichoso de embarazada y sometido por el antojo irreversible, giró inesperado con un volantazo que bien pudo ser una sacudida a un caballo de carreras hacia Ribadavia. El gran pequeño pueblo del barrio judío. El de los festivales vanguardistas que no tienen nada de artificial.

Me sorprendió el nombre de aquel lugar al que me llevó, Papuxa, término que en mi entorno se refería con tono cariñoso a los genitales femeninos de las niñas: la papuxa, la peseta. Todo se convirtió en una sucesión de fascinantes maneras de viajar a una versión mejorada de la realidad. Más antigua. Con más polvo y alguna telaraña inofensiva.

Bajo la atenta mirada de Castelao colgado en una pared de piedra sin encintar, la empanada y el pulpo invadían la mesa entre platos de embutido y cuncas de vino sin denominación de origen, el vino de casa, el de sabor a abuela. El que te servías de la barrica cada vez que el vaso

estaba vacío, y es que toda bebida sabe mejor cuando es uno mismo quien se encarga de la faena y labor de actuar como camarero y dispensador.

Quizás fue culpa del número excesivo de copas y de esa reacción somnolienta que produce comer demasiado, pero el cerrar los ojos sumado a la falta de señal de red, convirtieron el mediodía en un gran paréntesis. De pronto los asiduos -de varias generaciones anteriores- se sentaban en nuestra mesa, con los pómulos enrojecidos y todas las canciones populares que alguien de niño ya me había enseñado. Entre frases desafinadas y algún pousa, pousa fuera de tiempo y de tono, olvidamos la vida moderna con su olor a pino de mentira y esa lastimosa necesidad de fotografiar todo lo que hay alrededor. Absurdas fotos que se convierten en megas abandonados en el disco duro.

Mucho vino tinto con sabor a blanco. Algún eructo travieso y olor a faria consumida en la tierra del patio interior. En el interior es más sencillo que la sangre hierva furiosa. La Galicia de antes, la que sonaba a taberna. Los paraísos antiguos, esos que disfruto ahora, justo ahora que me he convertido en un viejo de treinta y pico. Papuxa es nombre de paraíso.