Visita al museo

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

MIGUEL VILLAR

21 abr 2019 . Actualizado a las 11:56 h.

Lo confieso. Aquel día no aguanté y las ganas me vencieron. El desastre fue total.

Era la primera vez que salíamos del colegio. Mi colegio era un colegio especial, presumía de nombre distinguido a medio camino entre lo sofisticado del centro y lo ordinario de los barrios. Sin ser yo nada de eso. A mí siempre me dejaron pertenecer a cualquier clan, menos al grupo de halterofilia por motivos de aspecto evidentes.

Por falta de voluntad también.

Cardenal Cisneros, nombre que lucía una placa demasiado vieja pero soportando impávida sobre la puerta del colegio, estaba -está supongo- escondido en una calle demasiado inclinada si la pretendes subir, vertiginosa si la encarases desde lo alto. El tráfico demasiado alborotado, olor a gasóleo en los adoquines de las aceras y dos árboles enjutos de color pálido por si alguien extraña la zona verde.

Pero era mi colegio, suficiente.

Vivía a una distancia prudencial de seguridad de Concepción Arenal, rival eterno por naturalidad y proximidad. Sucede a menudo que el enemigo acostumbra a dormir en la habitación de al lado. En el lado de la cama que no usas.

Salimos del colegio en parejas, cogiendo de la mano al acompañante que nos habían asignado. A mí me tocó Marta, las palmas se me empapaban en sudor y ella que no dejaba de sonreír.

Ahora es agente inmobiliaria.

En perfecta fila india adornada con un griterío exagerado por la ausencia de esa voz paternal que calma llegamos al museo arqueológico. Aquella época en que presumía de un horario corriente.

No sentí la fascinación que el guía, un becario que todavía no había perdido la ilusión, pretendía avivar en nosotros. Al fin y al cabo tan solo eran unos huesos viejos de una época vieja que no le interesaban a nadie, al menos no a nosotros, y todos sus intentos vanos resonaban en la habitación. Casi frívolos.

Un pequeño cuerno de animal con nombre impronunciable llamó mi atención. Lo cogí en una artimaña imperceptible para el ojo humano y me lo metí dentro de la entrepierna formando una pequeña tienda de campaña en mi bragueta. Me paseé alrededor de mis compañeros simulando una erección -aunque ni siquiera sabíamos su función real- entre risas contenidas y muecas cómplices.

La visita terminó antes de lo planeado y yo allí, asolado, con el cuerno en los pantalones. Me coloqué de último con la esperanza de poder devolver la pieza a su lugar pero un guardia de seguridad escoltaba la cola. El sudor delator. El ruido de mi cuerpo al encogerse. La mirada clavada en los pies.

Y fue allí, cuando me disponía a poner el segundo pie al otro lado de la puerta, que la voz del guardia me atravesó la espina dorsal. Justo en ese momento, cuando el colegio rival esperaba frente a mí para su visita, que la vejiga no aguantó las ganas, y el pis y la culpa lo tiñeron todo de ese desastre total. Yo no sabía que solo se trataba de mi cordón desabrochado.

Me cambié de colegio tras el décimo quinto mote. El cuerno sigue durmiendo en mi mesilla de noche.