La salud democrática de EE.UU.
OPINIÓN
Tras una campaña marcada por la incertidumbre en torno al resultado final, Donald Trump ganó con claridad las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Este resultado permite realizar ciertas lecturas sobre el curso que seguirá la democracia norteamericana en el futuro próximo.
Para analizar las causas de la victoria republicana, es imprescindible destacar el notable aumento del apoyo que ha obtenido entre las minorías raciales, en especial la latina. Desde hace décadas, el Partido Demócrata había aglutinado la gran mayoría del voto de dichas minorías, lo que parecía anticipar que su crecimiento demográfico iba a garantizarles una ventaja electoral estructural, ya que el Partido Republicano dependería del voto de una población blanca cada vez menos predominante. Sin embargo, la paradoja observada en las últimas elecciones, que ya empezó a vislumbrarse en anteriores comicios, es que los demócratas no han logrado capitalizar la creciente diversidad racial de la sociedad estadounidense. Cuando las minorías raciales aumentan su peso demográfico, esa condición pierde relevancia en su voto, frente a temas que afectan al conjunto de la población, como la economía o la religión, etcétera. Por ello, el Partido Republicano ha captado a muchos de estos votantes sin necesidad siquiera de articular un discurso pro-diversidad, el cual generaría rechazo entre su electorado blanco tradicional.
Como se preveía, el debate en torno a la salud de la democracia estadounidense se ha intensificado tras las elecciones. Aunque la mayoría de análisis se centran únicamente en el impacto de la figura de Trump, cabe también examinar la influencia de la arquitectura institucional propia del sistema. Frente al carácter consensual de la mayoría de democracias europeas, entre cuyos elementos distintivos están la proporcionalidad del sistema electoral o la presencia habitual de gobiernos de coalición, la democracia norteamericana tiene una naturaleza mayoritaria. Esto se traduce en una tendencia creciente a la concentración de poder en la figura del presidente, exacerbada en los períodos en que el Congreso apenas sirve de contrapeso, ya que también es controlado por su partido. Este modelo opera sin excesivas contraindicaciones si existe cierta armonía social, pero resulta claramente ineficiente en contextos de polarización social. La razón es que el principio mayoritario margina al bando perdedor, a diferencia de lo que ocurre en los sistemas regidos por la regla de la proporcionalidad, donde este bando conserva espacios de influencia efectiva. Esto sume a la política estadounidense en una sucesión de ciclos políticos durante los cuales una parte de la sociedad se siente excluida, lo que intensifica la brecha social y la desafección hacia el sistema.
En definitiva, Estados Unidos inicia un nuevo ciclo republicano, marcado por la progresiva evolución de las coaliciones electorales de sus dos grandes partidos. Mientras, sigue sumido en un debate en torno a la salud de su democracia que no tiene perspectivas de resolverse, debido, en gran medida, a que su diseño institucional no propicia espacios de consenso que reduzcan la polarización social.