La Suecia que conocimos ya no existe. Es otro país. Me refiero al representado por ABBA en Eurovisión, al Estado que encarnaba la armonía social, cuando menos hasta el asesinato de Olof Palme. Su mutación se aceleró con el nuevo milenio, coincidiendo con lo descrito por Stieg Larsson en sus novelas negras.
Pero la transmutación definitiva vino con el asilo a los refugiados sirios. Fue el Estado más generoso y el que más recibió en términos relativos. Sus diez millones de habitantes incorporaron a más sirios que nadie, con la excepción de Alemania. A los demás Estados les iba el postureo, y por eso convencieron a Bruselas para subcontratar con Turquía la contención de esa marea humana, en vez de intervenir para proteger in situ a las personas obligadas a huir de la barbarie. Tampoco podría, por ingenua e inerme.
La actual Suecia está preparando legislación para obligar a todos sus empleados públicos a delatar la existencia de inmigrantes ilegales. Por ejemplo, un maestro debiera comunicar que en su clase hay un niño cuyos padres son extranjeros indocumentados, o un médico respecto de una parturienta o un accidentado. A estas obscenidades hemos llegado, por no hablar de la reinstauración del ineficiente servicio militar obligatorio.
El movimiento pendular de la política sueca es una alerta para el resto de Europa. Nadie ha propuesto en Suecia que más lógico sería que las fronteras exteriores de la Unión Europea lo fuesen de esta, igual que sucede con la frontera arancelaria única del mercado interior. O que el brazo militar de la política exterior fuese genuinamente europeo. No, se vuelve a lo peor, a un nacionalismo desvergonzado que, por su propia esencia, será impotente ante los desafíos de un mundo que en nada se parece al del siglo XX y menos al del XIX.
Me acuerdo de Gunilla, finada compañera sueca, la más veterana del grupo de Amnistía Internacional que montamos en la Universidade de Santiago de Compostela durante los años ochenta. Los españoles del grupo queríamos emular a aquella Suecia, que asilaba por igual a chilenos y a cubanos, a palestinos e iraníes. Tal vez no calibramos que ese pequeño país no podía echarse a la espalda tanto peso.
El electorado sueco cambió, en especial los trabajadores manuales que carecían del blindaje de los empleados públicos. Había sucedido en Francia, pero allí nos parecía imposible.
Hoy precisamos convencer a esos ciudadanos de que para conservar su patria y su cultura es indispensable mancomunar con los restantes europeos las tareas que ningún Estado puede realizar con corrección en un planeta que, tal y como se está comprobando, ya no es eurocéntrico.