Durante los años en que estuvo cerrado el Café Comercial de Madrid eché de menos, entre otras cosas, sus paredes marrón-rojizo. Escribía allí por las mañanas y, cuando me distraía, mi mirada iba a parar a esas paredes en cuya piedra se distinguían manchas y formas que no eran sino rudistas, corales, caracoles, extraños invertebrados… Eran fósiles, las criaturas que hace millones de años quedaron atrapadas en la arena, o en el barro que con el tiempo se convirtió en roca.
No los busco, pero cada vez que me encuentro con los fósiles me conmueve su voz lejanísima. En Madrid, por alguna razón, se dan bien a los pies de los grandes escritores, porque los hay en la base del monumento a Lope de Vega y en el dedicado a Cervantes en Plaza de España. Pero también los he visto en Salamanca, en las baldosas negras del suelo ajedrezado del histórico Café Novelty. Los he visto en Sevilla, en la Fábrica de Tabacos, restos de la fauna de cuando la ciudad estaba bajo los mares del Paleógeno. En Lisboa, en el número 36 de la Rua Dom Pedro, me he encontrado los fósiles más portugueses que uno pueda imaginar: unas rudistas incrustadas en un azulejo del siglo XIX. Un día que me senté a leer en la Plaza de la Catedral de Barcelona me fijé en que en la piedra del banco estaba la huella de un erizo de hace millones de años. En otra ocasión, intentando matar una hora de espera en la terminal 4 del aeropuerto de Barajas, distinguí en el pavimento de caliza arrecifal unos corales que debían de tener unos 45 millones de años, y de repente una hora me pareció muy poca cosa.
Estos fósiles cuentan historias grandes y pequeñas. Los que se pueden distinguir en la catedral de Girona, con su característica forma de moneda, son un recuerdo de cuando el Mediterráneo llegaba hasta el norte de Europa, la misma piedra de la que están hechas las pirámides de Egipto. Las huellas de gusanos que dominan las fachadas modernistas de Barcelona son lo que queda de cuando el lugar en el que ahora se alza la ciudad condal era un pantano. No hace muchos años apareció en un bloque de piedra balear el fósil de una ballena entera, atrapada cuando, hace casi seis millones de años, se cerró el Estrecho de Gibraltar y el Mediterráneo se secó por completo convirtiéndose en un salar.
Viendo estas cosas me he preguntado a menudo qué clase de historias mudas dejará nuestra civilización. Nuestros mayores fósiles son las ciudades, que imprimirán una huella muy visible, pero tan trabajada por el tiempo que requerirá el talento de un arqueólogo interpretarla, si es que existen arqueólogos en otros mundos y si es que existen otros mundos. Las catedrales de granito se convertirán en arena, los edificios de ladrillo volverán a ser barro. Los metales, aunque se disuelvan, dejarán grabadas formas en el sedimento: cucharas, tenedores, un arma de fuego… El plástico, que ahora nos parece solo contaminación, será el que preserve mejor lo que fuimos: antes de descomponerse, dejará marcadas las formas de un vaso de plástico, de una botella de leche, del mando de un televisor… De nuestro cuerpo quedará, sobre todo, la huella de nuestros pies, el contacto más continuo que tenemos con la tierra: la huella que dejamos un día de calor intenso en el asfalto reblandecido, el pie que metimos sin querer en un charco profundo y que luego se cubrió de sedimentos, la pisada de aquel día que estábamos junto al río y dejamos la marca de una bota de goma en la orilla. Cada gesto que hacemos cada día es susceptible de convertirse en un fósil que reaparecerá dentro de millones de años.
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