Hay dos muertes en accidentes de trabajo que estremecen más que otras: la del minero y la del marinero. Ahora ya no hay noticias de explosiones en la mina, aquellas explosiones de grisú, porque han cerrado las minas. Continúan las muertes en el mar, porque el mar sigue abierto, es feroz cuando se revuelve y su ferocidad resulta cruel. Las familias de pescadores saben que una sola víctima de un naufragio es una nota en la prensa, una foto del infortunado y quizá del barco y después el silencio del olvido. Cuando las víctimas pasan de cuatro, empiezan a tener dimensión nacional. Ahí está el recuerdo del Mar de Marín, el Santa Ana, el Rosamar, el Cordero, el Siempre Casina, O Bahía y el Panchito, que son los grandes accidentes del siglo XXI en el mar de Galicia. No es el peor comienzo de siglo. Antes morían más marineros, porque el mar era igual de duro, pero los barcos eran más endebles. Antonio Machado, que no era hombre de la mar, la veía dormida, «ahíta de naufragios».
Y ahora, la tragedia de Terranova. No quiero hablar de víctimas mortales porque mientras quede un desaparecido, queda una esperanza mínima de vida, la esperanza última del milagro. Pero ha sido un zarpazo terrible. El Villa de Pitanxo era un buen barco, era un barco de fiar. Conocía aquel mar, porque era su lugar habitual de faena. Su patrón se había enfrentado a tormentas y galernas. Pero el manotazo frío del que habló Miguel Hernández, el manotazo imprevisto, cayó sobre él con la furia de un castigo divino. «El mar no tiene sentido ni piedad», escribió Anton Chéjov. La otra madrugada, aliado con el huracán de las olas heladas de diez metros, no lo tuvo. Se portó como un criminal sin alma. El mar, que tanta vida nos da, se queda con la vida de los que trabajan en él.
¿Cuántas vidas se ha cobrado la furia desatada o el infortunio en alta mar este siglo? En el mundo han sido miles. En aguas de Galicia, unas setenta. Si contamos las aguas lejanas, pero de marineros gallegos, pasan de un centenar. La pesca es un trabajo de riesgo. Hoy, que es día de luto oficial en Galicia y de luto privado en toda la colectividad mariñeira, podemos decir con el poeta que en las rías, y no solo en O Morrazo, por doler, duele hasta el aliento. Duelen esas viudas —¡Dios mío, una con cinco niños pequeños en Ghana!—, duelen esos huérfanos y esos padres y esas madres. Duelen esos hogares rotos. Duele la vieja estampa de las viudas de los vivos, Rosalía, que esperan ver la estampa del barco que vuelve y ahora la imposible estampa del barco que no vuelve. Lo dije en la radio. Saqué el diálogo de una canción de Alberti. Le cambié los tiempos del verbo, lo traduje a mi idioma, lo imaginé en torno a unas redes a orillas del mar de Marín, de Bueu, de Cangas o de Aldán:
—O teu home, onde está?
—O meu home está na mar.
—Volverá?
—Onte souben que non volverá!