Salvo para aquellos afortunados cuya vida personal o profesional haya despuntado, para la mayoría, el 2021, es un año para olvidar. No solo no hemos logrado, ya no erradicar, sino controlar el covid, sino que continúan falleciendo demasiadas personas por culpa de esta enfermedad y nuestro sistema sanitario acusa las dificultades para atender al resto de las patologías. Nuestra vida social, pese al respiro de la primavera y el verano, sigue siendo una actividad de riesgo y la situación de la economía continúa en el limbo de la incertidumbre con un IPC disparado por culpa del precio de la luz y las dificultades en el transporte. Y, por si esto fuera poco, la reactivación del volcán de la isla de La Palma nos ha recordado lo absolutamente indefensos que estamos ante la naturaleza.
Pero, si todos tenemos motivos para querer que se acabase cuanto antes y así encarar con cierto entusiasmo el 2022, hay millones de personas para las que el cambio de año no significa nada en absoluto. Mientras escribo estas líneas, 120 refugiados rohinyás, musulmanes expulsados de Birmania, aguardan en un bote a la deriva a que las autoridades de Indonesia se apiaden de ellos y los acojan en su país. La punta del iceberg de la terrible situación que vive su etnia. Pero no son los únicos. Aunque ya no se hable de ellos, hay miles de refugiados afganos, iraquíes, sirios y de otras nacionalidades aguardando, bajo gélidas temperaturas, para cruzar la frontera bielorrusa en dirección a Europa. Como lo hacen los que se encuentran en el lado francés del canal de la Mancha para ir a Gran Bretaña. No nos olvidemos de los magrebíes y subsaharianos que nos miran desde la frontera sur del Mediterráneo. También miles de hondureños, jamaicanos, guatemaltecos y otros latinoamericanos van cubriendo etapas intentando llegar a EE.UU. Y es que, mientras nosotros lamentamos no poder salir a bailar o cenar fuera, millones duermen al raso sin saber siquiera si llegarán a mañana. La otra gran pandemia del 2021.