La fábula de la reina castiza

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

Cézaro De Luca | Europa Press

06 may 2021 . Actualizado a las 09:12 h.

Érase un reino, cada vez más poderoso, integrado en un imperio cada vez más escuchimizado, donde el sol ya se ponía cada veinticuatro horas. Afirmación esta motivo de controversia, ya que, según cédula real, el reino era imperio dentro del imperio. Y andan los sabios intentando descifrar cómo se puede, a la vez, ser ombligo y estar dentro del ombligo. Cuestión esta baladí para los súbditos, que veneran y aman a su reina castiza sin pararse en menudencias. Tampoco entienden muy bien el misterio de la Santísima Trinidad, pero no por ello pierden su fe en el Dios trino y único. 

El origen de la reina castiza fue modesto. Como la primera Isabel, subió al trono por los pactos de los Toros de Guisando, resituados como se sabe en la plaza de Colón, y en perjuicio de Juana la Beltraneja, que contaba entonces con más apoyos. Si había alguna duda sobre legitimidades, la historia la disipó enseguida: tanto la Juana de antaño como la de nuestros días pronto mostraron síntomas no de locura -infundio propalado por sus enemigos-, pero sí de abulia para reivindicar sus derechos. Y así les fue a las dos.

La reina castiza se ganó el corazón de su pueblo, sorprendentemente, el año en que la peste se abatió sobre el imperio. Su reino fue el más castigado y los cadáveres se apilaban en asilos y hospitales, pero la tragedia se atribuyó a una conspiración encabezada por el emperador Pedro. Sobrevino una brutal crisis de subsistencias, pero la reina construyó una realidad paralela sin cortarse un pelo: las colas del hambre solo eran ristras de mantenidos subvencionados. A cambio de pan y salud, ofreció a los súbditos un bien más valioso: la libertad. La apertura de mesones y tabernas, cañas y terraceo. Plantó cara al emperador liberticida y acuñó un novedoso concepto de libertad que, desde ahora, figurará en los anales del Derecho. La libertad es llevar una pulsera que dice libertad sin tener que ocultarla.

Lo extraordinario del caso es que esa política, mi reino contra el mundo, convirtió a la tercera Isabel de España en reina de corazones. La Lady Di castiza. Aclamada en los confines del reino, incluidos los barrios menesterosos por donde merodean los espíritus subversivos, y cantada su gesta en todos los rincones del imperio. Nadie, ni los juglares de la corte que le reían sus gracias, ni los cronistas de provincias que seguían con asombro sus haceres y decires, aciertan a explicarse la metamorfosis contra natura. Unos aplauden a rabiar, otros lloran ante el cadalso donde rodaron las cabezas de sus líderes y los terceros hacen cábalas sobre la expansión del reino. Pero ninguno atina con la explicación racional que desmonte el triunfo del absurdo. Ni siquiera los que acuden al apostillón del maestro Valle a su Farsa y licencia de la reina castiza: «Corte isabelina, befa setembrina, farsa de muñecos, maliciosos ecos de los seminarios revolucionarios». Tampoco hallan consuelo, porque la tercera Isabel no parece abocada a ser la reina de los tristes destinos.

Yo tampoco sé explicar lo sucedido. Por eso la fábula queda coja: no tiene moraleja.