Coronavirus y deporte

OPINIÓN

CHRISTIAN BRUNA | EFE

13 mar 2020 . Actualizado a las 11:07 h.

Martes. Reunión de la Comisión Médica del Comité Olímpico Internacional con los responsables de esta área en las federaciones internacionales que acudiremos a los Juegos de Tokio. Durante el desayuno, lógicamente, monotema: el COVID-19. Bajamos a la sala de reuniones del hotel y saludamos a los conocidos, casi siempre a distancia. Algunos, chocando los codos para evitar darnos la mano. Al poco, entran Maurizio Barbeschi y Tina Endericks, dos de los mayores expertos que tiene en sus filas la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el área de pandemias y bioseguridad. Ellos reparten abrazos sin ningún problema, y ninguno de los asistentes dejamos de notarlo. Maurizio fue el autor del informe de las Naciones Unidas sobre las armas químicas (el gas sarín) utilizadas en Siria y lleva trabajando sobre distintas epidemias, como la del ébola, el SARS y el Zika en los últimos años, lo que garantiza su experiencia. Tina fue responsable de control de seguridad de la salud para los Juegos Olímpicos de Londres y Rio de Janeiro, y es la consultora de la OMS para eventos con asistencia masiva de público. Vamos, que no son dos indocumentados. Su exposición sobre los riesgos del COVID-19 dejó claro que en este caso la mayor parte de la gestión que se está realizando y las medidas que se están tomando son individuales, país por país e incluso región por región, sin que muchas de ellas estén basadas en evidencias científicas sólidas. Y que quizá más importante que las medidas que se tomen en situaciones de crisis es la explicación razonada que se da a la población del por qué de esas medidas. Pero parece que nadie atiende ya a los razonamientos basados en el conocimiento científico. En el mundo en que vivimos el mensaje tiene que ser muy simple, emocional, la razón ha quedado aparcada, y es más fácil generar miedo que tranquilidad. Hay demasiado terrorista disfrutando con la repercusión de sus vídeos, comentarios y dislates entre la población cegada por el exceso de información.

Aunque no se puede despreciar la importancia que esta epidemia está teniendo -y va a tener-, sobre todo por el riesgo de contagios en cascada rápida que pueden provocar que los pacientes que necesiten tratamiento hospitalario puedan saturar el sistema y verse desprotegidos, está también claro que su mortalidad es muy baja, sobre todo los grupos de población por debajo de 70 años y que no tienen patologías previas. Las autoridades sanitarias insisten en ello, pero la gente está convencida de que el Armaggedon está llegando, y que solo ocultándonos en casa hasta que pase su sombra podremos salvarnos. Por más que los datos no avalen la propuesta alarmista. Como ejemplo, sabemos que la gripe estacional, que afecta a un porcentaje muy elevado de la población mundial, causa una media de 5 millones de casos graves en todo el mundo cada año, de los cuales fallecen 500.000. Y eso, con campañas masivas de vacunación. Pero hay mucha gente que no se vacuna, aun pudiendo hacerlo, porque a esa epidemia ya se le ha perdido el miedo. Nos resulta familiar.

Por otra parte, los modelos de predicción que se utilizan presentan el grave problema de que no se pueden extrapolar los resultados y lo que ha sucedido de unas zonas a otras. No se puede, todavía, calcular las curvas de evolución, por las diferencias sociales, económicas, el perfil de la población y la capacidad de respuesta de los sistemas sanitarios, ya que esto puede modificar radicalmente el resultado final. A día de hoy, no parece posible limitar la propagación del virus dada la globalización que vive el mundo actual: el número de países afectados se ha visto duplicado semanalmente, y la gestión de la epidemia se ha basado más en decisiones políticas y sanitarias locales que en consejos derivados de las herramientas de evaluación que utilizan la OMS y las Naciones Unidas. Las predicciones que maneja la OMS apuntan a la desaparición del brote en China en un plazo de entre 2 y 4 meses más, aunque no se sabe si esto se puede extrapolar al resto de los países.

Desde el punto de vista deportivo, la anulación de eventos no tiene una base de evidencia científica. Nadie sabe qué riesgo de transmisión tienen los distintos deportes, tanto para los deportistas como para los espectadores, y no se han definido deportes de alto riesgo a día de hoy. Incluso, podría haberse dado la paradoja de que, al impedir a los espectadores acudir a los campos de juego y jugar los partidos a puerta cerrada, los aficionados se reunieran en bares o casas para poder ver los partidos por televisión, aumentando así el riesgo de contagio al encontrarse en lugares cerrados y muy concurridos, en lugar de a cielo abierto. Como pasó en Madrid, cuando se suspendieron las clases universitarias y dos macrodiscotecas abrieron sus puertas y acogieron a miles de estudiantes con mucho más peligro de contagio que en sus aulas. Tampoco nadie sabe si el número mágico de 1.000 espectadores representa un corte para el riesgo de propagación de la enfermedad: ¿por qué mil es peligroso y 999 o 500 no lo es?

Por ahora, la recomendación es la misma de siempre: sentidiño, buena higiene (lavado frecuente de manos, protección cuando tosemos, etc.) y evitar situaciones que favorezcan el contagio, como acudir a eventos o lugares públicos si se tienen síntomas que sugieran una viriasis (fiebre, malestar, dolor de garganta, tos, estornudos o dificultad respiratoria, básicamente) hasta que se pueda comprobar que no es debida al COVID-19. Da igual que sean competiciones deportivas, funciones de teatro, cuchipandas de amigos, manifestaciones, o botellones. La vida es, en sí misma, un deporte de riesgo, y cuanto más evolucionada e intercomunicada es nuestra sociedad, más frágil se vuelve, pero no parece que esto vaya a ser el fin del mundo que conocemos. Al menos, esto es lo que opinan los expertos de verdad.