El «Pantone» de las banderas

Cristina Ares
Cristina Ares TRIBUNA

OPINIÓN

31 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

La política española ha estado presente en los medios de comunicación de otros países durante las últimas semanas. Es un ejercicio interesante observar cómo los mismos hechos se enmarcan de forma distinta no solo en función de la posición ideológica del medio o del periodista en cuestión, sino también de los marcos de referencia que los nacionales de una determinada comunidad emplean de modo inconsciente y mayoritario para acercarse a la política. Esto quiere decir asimismo que resulta enriquecedor conocer, por comparación, la dependencia que arrastramos no solo de nuestra ideología, más o menos importante en la construcción de la identidad personal y profesional de cada quien, sino también de los marcos discursivos hegemónicos en nuestra nación de referencia.

Así, a una persona española podría provocar sonrojo la expresión «la España de los balcones» y, al mismo tiempo, por poner un ejemplo edulcorado, una sensación de placidez la imagen de un pueblecito sueco con sus banderas azules de cruz amarilla ondeando junto a los columpios de los niños en el jardín de cada familia; la persona del ejemplo podría ser o no conocedora del sentido de la práctica sueca. Lo que deseo sugerir es que las banderas cobran significados únicamente dentro de sus respectivas comunidades políticas, y estos resultan más o menos velados para las personas extranjeras. Hasta aquí, todo normal.

Cuando seguimos la política de la Unión Europea también aplicamos nuestros marcos nacionales, además de los ideológicos; cada nación y persona los suyos. Curiosamente, en las últimas dos décadas, en la arena política europea hemos aprendido montones de cosas sobre la resistencia y la relevancia de las identidades nacionales. La Gran Crisis (2007-2014) y la crisis de los refugiados (2015) demostraron (una vez más) lo difícil que resulta aplicar la idea de solidaridad, entre grupos de ciudadanos o únicamente entre Estados, cuando la identidad política, en este caso transnacional, dista de ser fuerte.

De sobra sabemos que, en cualquier momento y región del mundo, cuando se debilitan los lazos de identidad en una comunidad política solo cabe esperar un deterioro del bienestar de la mayoría de sus ciudadanos, de la producción de riqueza, e incluso del orden público.

Sin embargo, en algunos estados europeos continuamos un tanto desorientados a la hora de valorar la contribución de los sentimientos nacionales al crecimiento y la igualdad. A veces no entendemos que no es lo mismo fortalecer un proyecto político, o contribuir a poner en marcha un segundo complementario más inclusivo, como en nuestro caso el europeo, que destrozar una «comunidad imaginada» que, aunque no siempre encantadora para todos, al menos resulta funcional en términos de producción de bienes públicos.

En ocasiones, hasta nos cuesta comprender la diferencia entre saltarse a la torera las reglas de juego democrático e invertir capital político en el diagnóstico de los problemas colectivos y el diseño de medidas de políticas, de tipo constitucional incluido, para tratar, en común, de resolverlos.

Finalmente, en un tono más filosófico, en demasiados casos concedemos, cuando menos, el mismo valor a una identidad basada en el ser que a otra edificada sobre el hacer. No es igual.

Para terminar (es pregunta): ¿qué sentido (aquí, universal), desde el punto de vista del interés general, puede tener obviar la distancia cósmica entre destruir y construir, en una democracia (más o menos imperfecta), con independencia de nuestros colores Pantone favoritos para los símbolos?