Pintadas

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre EL TONEL DE DIÓGENES

OPINIÓN

11 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Salpica mucho la noticia de que bandas de grafiteros están irrumpiendo como cacos en las cocheras del metro de Madrid y Barcelona para competir entre ellos a ver quien pintarrajea más vagones en menos tiempo. El paisaje urbano se cubre de pintadas de todo tipo y hasta los santos de la catedral de Santiago de Compostela no se libran del furor pictórico de estas gentes que sienten placer dejando su huella en el espacio urbano. Mucho se especula sobre el origen de ese goce que a un nivel individual -no como colectivo- tiene su explicación. La adolescencia es una etapa crítica en la que nos jugamos la identidad futura, es una convulsión vital, tanto en lo real como en lo simbólico, en la que tenemos que tantear cuál es nuestra posición jerárquica dentro del grupo y al mismo tiempo construirnos como individuos. Resulta complicado. El placer del grafiti emana de la necesidad de marcar el territorio igual que los lobos lo hacen con la orina. Es un darse a conocer como nuevo y poderoso individuo del grupo dispuesto a desafiar al poder dominante con proyectiles de espray. Cada grafiti es un grito de soy y quiero ser así. Dirán que los muchachos del metro ya no son unos adolescentes y se equivocan porque la adolescencia psíquica puede durar hasta la vejez. Hay vidas que acaban sin madurar. El espacio puede entenderse distinguiendo entre lo que es de uno y lo que es de todos.

Hay culturas -como las nórdicas- que viven el espacio así, y otras que lo entienden más como un «lo que es de uno y lo que no es de nadie» a manera de las culturas sureñas. Las dos bandas grafiteras compiten entre ellas en una especie de berrea pictórica en la que gana el que pinta más y más rápido lo que es de todos pero que ellos entienden que no es de nadie. El fenómeno de los grafitis se dispara acompasado a ritmo de rap y alcanza su madurez cuando algunos de sus adictos consigue el reconocimiento del establishment al que provoca, entonces su desahogo se convierte en arte y se tiene que elegir entre la adrenalina del metro o la dopamina del confort. La mayoría optan por la dopamina.

Reconozco el mérito a muchos grafitis, pero me molesta ver sucia la ciudad.

Entiendo que no es lo mismo afirmarse desde la clandestinidad que hacerlo en espacios insípidos habilitados para ello, y que no es lo mismo un mural artístico en el muro de un cárcel que una firma emborronando la fuente o los bancos del parque.

Lo primero es arte, pero lo segundo es simple vandalismo que habría que combatir con el ejemplar castigo de limpiarlas.