El cuidado de la casa común

OPINIÓN

19 jun 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Jorge Bergoglio está pisando a fondo el acelerador, consciente de la urgencia de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral: «Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad». También porque, como confesó en marzo, tiene la sensación de que su pontificado va a ser breve (en diciembre cumplirá 79 años). Sea lo que fuere de todo ello, lo cierto es que nunca antes un papa había tenido un rol tan relevante en la escena internacional.

Si primero fueron las periferias del mundo y luego algunos conflictos enquistados (Cuba y Estados Unidos, por ejemplo), Francisco utiliza ahora toda su autoridad moral -ganada a pulso en estos dos años de pontificado- para llamar la atención del mundo entero con su encíclica sobre la crisis ecológica, un asunto que, como él mismo reconoce, lleva medio siglo sobre la mesa y a pesar de ello está lejos de concitar un consenso operativo para cambiar el rumbo de las cosas. No se puede seguir así.

Estamos ante un texto completo, contracultural, fiel reflejo de la personalidad de este papa, intenso por momentos, contundente y desafiante, fácil de leer, que busca movilizar a todos para alcanzar una conversión ecológica global. Un documento que, sin duda, molestará a los grandes poderes económicos y políticos del planeta, a los que dirige palabras fuertes. Para Bergoglio justicia social, paz y conservación del medio ambiente están íntimamente ligadas. «Todo está conectado», repite a lo largo de la encíclica, «un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres».

Apuesta por una educación y una espiritualidad ecológicas, porque la debilidad de nuestra reacción ante la crisis ecológica no es por falta de datos ni de leyes sino de convicciones profundas, como en nuestro país vienen denunciando hace tiempo José Antonio Marina, Adela Cortina o Victoria Camps, entre otros. «Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos». No tiene reparo en reconocer los errores de los cristianos en esta materia, ni en echar mano de teólogos antes sospechosos (Teilhard de Chardin) o de textos de otras religiones.

Un documento, en fin, que se incardina en la mejor tradición bioética, cuya lectura me ha hecho muy feliz (salvo por el uso poco afortunado que hace del término esquizofrenia en el núm. 118), que debiera suscitar amplios apoyos sociales.