Putin cree que aún es posible resucitar la URSS, o, en su defecto, la Santa Rusia de los zares. Y en aras de tan racional objetivo invade Crimea, desestabiliza Ucrania, reinicia la carrera armamentista y usa el gas -¡vaya metáfora!- como arma de combate. Pero no le va mal, porque el tacticismo y la desunión de la UE le alfombran el camino, y porque Obama está empantanado en el Medio Oriente. Y lo que podría ser una puñetera locura de Putin empieza a parecer la obra de un genio con carisma que anda reconstruyendo las glorias del pasado.
Pero Putin no está solo. Porque otro genio, llamado Cameron, también quiere impedir que la UE se consolide como proyecto político, y que Europa no sea nada más que la circunscripción geográfica de la City londinense. Y mucho me temo que el chalaneo de Bruselas, y el constante recurso al diálogo retórico le premien su traidora proposición de un referendo llamado a reforzar los privilegios de los que el Reino Unido ya dispone.
En este ambiente no es de extrañar que Mas se lance a la secesión unilateral; que los escoceses preparen su segundo asalto al Reino Unido; que Grecia tantee la posibilidad de no pagar sus deudas o de pagarlas a costa de otros países cuyas políticas y sacrificios no quiere compartir; que la señora Mogherini avale el bombardeo de las barcazas para que los inmigrantes y refugiados se mueran de asco en Libia y no contaminen el Mediterráneo con sus cadáveres; que Polonia quiera aumentar su peso político jugando al euroescepticismo; que Hungría pida la restauración de la pena de muerte; que Francia coquetee con Le Pen y que Italia siga votando a payasos. Porque todas estas cosas, lejos de asustar a la parroquia y de advertir contra los fantasmas del desorden institucional y político, son vistas por la gente -o por lo que Ortega denominaba las masas- como una rebelión contra la casta, o contra el modelo de Estado que puso a Europa en los máximos mundiales de bienestar y libertad.
Así que, con Europa metida en el tobogán, a nadie debería extrañarle que el electorado español haya decidido columpiarse para disfrutar del intrépido juego de lo incierto. Porque, aunque personas como Ada Colau, Pablo Iglesias, Manuela Carmena o Martiño Noriega sean ciudadanos impecables y profesionales muy respetables, es evidente que el panorama institucional que hemos creado no solo se presta, sino que invita, a la metapolítica y al metasistema, como si, en vez de encomendar el futuro del país a los reglamentos y hábitos bien probados, nos hubiese invadido la loca curiosidad del pirómano que incendia un rastrojo para ver cómo evoluciona.
Lo malo es que el tobogán no tiene vuelta atrás, y solo se puede salir de él cayendo de culo en el barro que está al final. Aunque nunca falta quien diga, especialmente los niños, que es eso lo más divertido.