No es tan fácil definir el despilfarro

OPINIÓN

02 ago 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Soledad Becerril, que habrá entrado cientos de veces en la catedral de Sevilla, debió sentir frecuentes deseos de detener a todos los que la construyeron, desde los almohades del siglo X, que levantaron la Giralda, hasta los que iniciaron la obra sin saber si habría dinero para pagarla, aceptando como lema la célebre decisión del cabildo metropolitano: «Hagamos un templo tan grande que las generaciones venideras nos tengan por locos».

Con los criterios de vigilancia penal que la nueva defensora del pueblo acaba de esbozar -o de improvisar de forma indocumentada y confusa-, la catedral sevillana es una obra faraónica que, por estar rodeada de bellísimas iglesias, resulta también inútil, y que se inició sin saber con qué se iba a pagar. Así que el destino de sus promotores debería ser la cárcel. Pero el resultado de aquel dispendio y desmesura es la obra más hermosa, grandiosa, querida y rentable de la urbe del Guadalquivir, y la que mejor pregona su nombre. Es decir, el único edificio absolutamente imprescindible que tiene Sevilla.

Porque, hecha excepción de las pirámides de Egipto, ni es tan fácil definir lo faraónico y la desmesura -¿la torre Eiffel, el Vaticano, el acelerador de partículas del CERN, el Parlamento británico, el Escorial, el puente Vasco da Gama, los rascacielos de Manhattan?-, ni es inteligente el intento de marcar desde una sola perspectiva -la económica-, y con un único criterio -la cutre visión del mundo que tenemos hoy-, el curso de la civilización. Por eso me extraña la fiebre demoledora que se está adueñando de esta España que, atribulada por un error colectivo y perfectamente subsanable, está prestando oídos complacientes a todos los que, habiendo profesado con vocación tardía en la cofradía de los ahorradores, están dispuestos a mutilar parlamentos, frenar proyectos de envergadura, cerrar instituciones y aplicarle el hacha al sistema constitucional vigente, para poder salvar -¡eso sí que es sagrado!- la extra de Navidad del 2012.

Que haya que reformar el Estado no significa que cualquiera, sin más bagaje que su fiebre resolutiva, ni más legitimidad que el control de una ínfima parte del sistema, agarre la piqueta y se ponga a demoler. Y que el ajuste sea urgente y necesario tampoco convierte en aciertos las decisiones aisladas y prematuras que están desestructurando un sistema sin alumbrar otro, o que deslegitiman acuerdos históricos sin generar nuevos consensos.

Claro que tanta fiebre de reformas es comprensible si, bajo la presión de la crisis, se impone en el pub y a grito pelado. Pero no parece tolerable si se alienta desde las instituciones, las cátedras, las columnas de opinión y los ministerios. Porque la congruencia del Estado es un bien que hay que preservar, y que, si se destruye atropelladamente, tardará decenios en reponerse.