LA PRIMERA relación de maravillas del mundo se elaboró hace veintiún siglos, cuando Antípatro de Sidón recogió en uno de sus poemas las siete realizaciones del hombre que todo sabio debía visitar. Por lo que de ello se sabe, el buen Antípatro no consultó su lista con nadie, ni dejó que emitiesen su voto gentes que jamás habían viajado o que aspiraban a confundir lo suyo con lo bueno. Y por eso su lista llegó hasta nosotros con muy escasas variantes: las pirámides de Egipto, los jardines colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa en Éfeso, la estatua de Zeus en Olimpia, el sepulcro de Mausolo en Halicarnaso, el coloso de Rodas, y el Faro de Alejandría. Antes y después de esta lista se conocen algunos intentos de hacer justicia a obras tan portentosas como la puerta de Istar en Babilonia o el Partenón de Atenas. Pero la lista que pervivió fue la de Antípatro, que sin hacer concesiones a la naturaleza ni a lo simplemente grande, creó un canon que no sólo sirve para calibrar la obra humana perfecta, sino que sirvió de estímulo a miles de artistas y mecenas que aún aspiran a crear la octava maravilla. Y así hubiesen quedado las cosas si no hubiese aparecido un millonario espabilado que, basándose en una confusión muy extendida del método democrático, decidió elaborar una nueva lista de siete maravillas en la que se permitía votar a gentes sin conocimiento alguno, se hacía competir a ciudades inmensas con pequeñas villas y se ponía a las civilizaciones en el enorme ridículo que supone hacer una revisión de su acervo histórico con criterios papanatas. El resultado, ya conocido, no podía ser más revelador: la segunda estatua más fea del mundo -la primera está en Palencia- le ganó la votación a la catedral de Chartres, a la Capilla Sixtina y al Pórtico da Gloria. Los españoles -absorbidos por el chovinismo arquitectónico- ni siquiera pudimos pensar en la cueva de Altamira o la mezquita de Córdoba. Los paisajes, que contaron con la ayuda de Dios, le ganaron por goleada a Roma, París, Londres, Venecia y Florencia. Y, lejos del criterio de perfección, se instalan como pauta de civilización lo desmesurado (la muralla china), lo simplón (el Cristo do Corcovado), lo popular (el Coliseo), y lo exótico (Petra). Salvo el Taj Mahal, que cumple los criterios de Antípatro de Sidón, es posible que no hayamos acertado ninguna, en una soberbia manifestación de que lo mayoritario no coincide con lo bueno, ni lo legítimo con lo moral. De donde se deduce que la democracia vale para lo que vale, y que las virtudes no son colectivas. Por eso duró tanto la lista de Antípatro. Y por eso va a durar tan poco -¿qué apostamos?- la horterada comercial del 07-07-07.