FISTERRA EN LANZAROTE

BLANCA RIESTRA

OPINIÓN

09 jun 2002 . Actualizado a las 07:00 h.

Vengo de vez en cuando a Lanzarote, cuando tengo un par de días y los billetes se ponen baratos. No vengo para ver a Saramago, sino a ver a mi amiga Virginia, corcubionense de pro y compañera de la Quintana en los noventa, que es mucho más importante y tiene mucho más carácter. Lanzarote es una isla pequeña y rocosa, preñada de volcanes y de lava, recubierta de playas blancas que parecen puntillas. En el Golfo, una especie de volcán partido en dos por el Atlántico, se rodó Star Trek. Lanzarote deja en el paladar como un regusto de esencialidad salobre, la impresión de asistir al principio de los tiempos, o al final, ¿quién sabe? A la vista de tanta paz y de un tiempo tan remansado y tan sencillo, una se pregunta si realmente sirve para algo la vida de las ciudades, si merece la pena pelearse para nada, mientras exista este mar inmenso y este viento húmedo. En Lanzarote, feudo gallego donde los haya, imperan las Casas Galegas, los asadores O''Pote y las dependientas de Cambados. Los gallegos afincados en Canarias tienen todos como un talante trash, muy de la Costa da Morte, están ávidos de emociones fuertes. La ocupación principal de los gallegos en días de fiesta es acercarse a Playa Honda con cervezas y refrescos, en familia, a la parte de atrás del aeropuerto. Allí estuve ayer martes, cuando la afluencia de vuelos es nutrida. Las verjas están repletas de inscripciones crípticas: «Fisterra», reza una. Y otra más extraña: «Bush, Cee». La diversión del aeropuerto de Playa Honda consiste en esto: nos sentamos sobre la arena negruzca, rodeados de restos de pateras (zapatos sueltos, camisetas en jirones...), y esperamos a que se aproxime un boeing. Lo vemos desde lejos como un pájaro, haciéndose cada vez más grande. Se dirige hacia nosotros. Y de pronto está justo encima, a un par de metros. El ruido es atronador. Si extendiésemos la mano, podríamos tocar su tripa metálica, nos tiramos por el suelo y el vértigo es mortal, como ir en noria. Algunos alemanes brindan, varios guanches ríen encantados. Los gallegos le dan otro trago más a su cerveza y asienten cabizbajos. Virginia trabaja en el instituto de Haría, da clases de lengua y literatura a los escombros de la Logse y es feliz. Casi ya no tiene morriña pero, algunas veces por la noche, se sienta frente su ordenador en su pisito de Arrecife, abre la página de La Voz y, a través de la Web Cam, contempla el sol que hizo hoy en la Quintana y el vuelo de las gaviotas borrachas en torno a la Torre de Hércules, por la tarde. Qué extraño es saber que el mundo existe sin nosotros.