Ni tan demócrata como pregonan sus corifeos ni tan carismático como su difunto padre, Hasan II. El actual rey de Marruecos, Sidi Mohamed ibn Hasan, se ha estrenado con un impulso liberalizador que rápidamente se empantanó en un país donde el analfabetismo campa a sus anchas (50%) y los derechos humanos siguen en cuarentena. Mohamed VI se sentó en el trono por primera vez con 35 años. Era el 23 de julio de 1999, e inmediatamente rompió con el rutinario silencio real: se puso al frente de una apertura política que, eso sí, no contempla la posibilidad de que se celebre el prometido referéndum de autodeterminación del Sahara. Del «príncipe de los pobres» Mohamed VI se decía en Europa lo mismo que sobre el rey Juan Carlos murmuraba la oposición cuando todavía no había sucedido a Franco: que iba a ser un «pelele» o un «rehén» de los poderes fácticos y, en este caso, del todopoderoso majzen (el entorno real). Convencidos ya los españoles de que tales calificativos habían sido un monumental error aquí, la incontrolable afición del alauí por las motos acuáticas y por el esquí le han hecho perder puntos allá a los ojos de sus conciudadanos (la pobreza aumentó en Marruecos un 50% en la década de los 90), deseosos de que se dedique más a la política y menos al ocio. Y ese apartado del ocio abarca las cenas con baile posterior en capitales europeas y el interés por ponerse al volante de un coche de carreras. Lejos quedan los tiempos en los que, siendo un adolescente, y en realidad hasta cumplir los 35 años, se dedicaba a obras de caridad y a tareas protocolarias: inauguración de polideportivos, encuentros culturales y distribución de alimentos a indigentes. Pero la cuestión de fondo es otra. Consiste en saber si Mohamed VI sólo quiere disfrutar de su enorme fortuna o si va a ser un rey que también gobierne: por ejemplo, expulsando de sus aguas a los pesqueros gallegos (a lo cual, sea dicho de paso y aunque duela, tiene perfecto derecho) o dando alas a las mafias de la emigración como acaba de hacer esta semana con una boutade en un periódico francés, lo cual revela el deterioro de relaciones con el Gobierno Aznar. Y es que «nuestro país no necesita más leyes democráticas, sino una adhesión total a una cultura y una conducta democrática». Mohamed VI dixit, en la misma línea que cuando era príncipe y aseguraba que «la democracia se aprende y se forma. Es necesario que vaya acompañada de un cambio de mentalidades». Los integristas islámicos, todavía no muy relevantes a pesar de su actividad, esperan con paciencia árabe. A las mafias que desde sus bases en Marruecos siguen impunemente exportando cargamentos humanos a Europa (sobre todo a la costa sur de España) continúan con su trabajo sin zumbarles los oídos. Y es que cuatro millones de marroquíes sobreviven con menos de 176 pesetas al día. Todo eso aparte, Mohamed VI ha sorprendido a su clase política y ha pedido que las elecciones del 2002 sean limpias y honestas. En resumen, Melilla y Ceuta por medio, con esos bueyes tenemos que arar.