El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, saluda al presidente chino, Xi Jinping, en la reunión mantenida en Pekín
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, saluda al presidente chino, Xi Jinping, en la reunión mantenida en Pekín Borja Puig de la Bellacasa | EFE

23 abr 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

China es un país muy lejano; cuando aquí amanece allí ya están con la merienda. Pero la globalización, las comunicaciones aéreas y las telecomunicaciones nos la ponen muy cerca. Y más ahora, cuando los jefes de Europa peregrinan a Pekín semana sí y semana también. Von der Leyen, Macron, Sánchez, Scholz y algunos más han ido a ver a Xi Jinping, a decirle que se porte bien y medie para frenar la guerra de Ucrania, que no monte otra con Taiwán, que mejore el trato a las minorías periféricas, etcétera. Al presidente chino se le pone cara de Buda o de póker con tanto requerimiento. Fuera de cámara las peticiones son otras: que me compres más coches, que no me cortes el suministro de litio, etcétera, y en estas cosas concretas, a cambio de otras, es más fácil entenderse. Un viejo deseo occidental, que se pagara más a los trabajadores chinos, porque tanto dumping salarial no hay quien lo aguante, parece que se va cumpliendo, aunque no por la presión exterior, sino porque aquel inmenso país necesita que sus ciudadanos consuman más. Para Europa, en recuperación económica más bien floja después de la pandemia, un posible nuevo cierre del mercado chino era muy preocupante. No es lo mismo que para Estados Unidos, que también se ha acercado a China, pero en buques de la Armada.

Europa parece que quiere desmarcarse del proteccionismo —y del antichinismo— que se aplican los norteamericanos desde Trump pero también con Biden. Y no porque les vaya mal en esta coyuntura revuelta, en la que el perdedor más claro es Rusia (bueno, después de Ucrania, la pobre). The Economist decía esta semana que Estados Unidos sigue produciendo hoy, como ya lo hacía en 1990, una cuarta parte de la riqueza mundial, a pesar del crecimiento chino. Y que en paridad de poder de compra, el ciudadano del estado más pobre, Misisipi, gana al año 50.000 dólares más que el francés medio (cuestión, entre otras cosas de su enorme mercado interior, que la UE no es capaz de construir). Si allí mismo se dieran cuenta de que ya son grandes «again», igual aflojaban en esta beligerancia que nos tiene de los nervios.