Las inversiones fantasma

Xosé Carlos Arias
Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA DE LA UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

23 feb 2020 . Actualizado a las 05:04 h.

La inversión extranjera directa (IED) suele ser considerada la parte saludable de la globalización financiera. Se trata, en principio, de inversiones pensadas para períodos largos de maduración y que pueden llegar a tener importantes y muy positivos efectos sobre la marcha de aquellas empresas que sean capaces de captar el interés de los inversores en los mercados internacionales: los receptores de esos flujos se benefician en muchos casos de la transferencia de tecnología, del acceso a flujos de información, de la mejora en la formación de la fuerza de trabajo local y de un más fácil acceso a los mercados del exterior. Todo ello reunido forma un factor de primer orden para el impulso del crecimiento y la integración económica.

Sin embargo, a lo largo de los últimos años se observa que una parte muy significativa y creciente de la IED no tiene su origen en esas razones genuinas, sino en otras mucho más turbias y problemáticas. Es la cara oscura de la inversión directa: la que se concreta en crear sociedades ficticias (que con frecuencia forman parte del mismo grupo multinacional), que no desempeñan actividades reales, sino que se dedican a algún tipo de ingeniería financiera, como la gestión de activos intangibles. Pero el motivo más característico de este tipo de operaciones está en la búsqueda de bajos impuestos. En realidad, no son más que decididos y descarados intentos de elusión fiscal.

Según algunas publicaciones recientes del Fondo Monetario Internacional (entre las que destaca la de J. Damgaard y otros autores: What is real and what is not in the global FDI network?, 2019), todo este mundo de inversiones fantasma no es exactamente nuevo, pero en los últimos años ha cobrado una fuerza antes nunca vista. Sobre el total de los flujos de IED, esa puramente espectral crece a un ritmo muy superior a la genuina: en los últimos diez años la primera habría aumentado su peso en casi 10 puntos porcentuales, representando ya casi un 40 % del total. Hablamos, por tanto, de un fenómeno muy representativo. Y también altamente perturbador.

 Así se deduce de estas palabras de los autores antes citados: «Las inversiones en sociedades ficticias extranjeras podrían ser una señal de que las multinacionales que están bajo control local eluden impuestos (…) y que las multinacionales controladas desde el extranjero procuran no pagar impuestos en la economía local». Una manera sistemática de actuar que no es sino una respuesta racional de las empresas ante la viva competencia fiscal entre los gobiernos (impuestos de sociedades o sobre los movimientos de capital cada vez más bajos). Es por eso que una fracción muy importante de la inversión fantasma (hasta un 85 %) se localiza en un grupo de países entre los que figuran los más descarnados paraísos fiscales (Bermudas, islas Caimán..), pero también algunos otros más cercanos, incluso algunos que forman parte de la UE: Luxemburgo, Holanda e Irlanda. No es ese, desde luego, el capítulo más ejemplar de la integración europea.

A la vista de lo anterior es obligado reconsiderar la visión, expuesta al principio, de que la IED (al menos una porción notable de ella) es el lado bueno de las finanzas globalizadas. Muy al contrario, constituye un aspecto central de uno de los mayores y más destructivos problemas que tienen nuestras sociedades: que hacer pagar los impuestos a los más poderosos (los que les corresponderían por razones de justicia pero también de eficiencia) se hace muy difícil cuando rige una casi total apertura transfronteriza de la cuenta de capital. Para afrontarlo poco más queda que una depurada y eficaz coordinación supranacional de las políticas fiscales y financieras. Pero eso es, precisamente, lo que más nos está faltando.