Que haya casi un millón de personas mayores de 45 años que llevan al menos un año buscando, sin éxito, un empleo, no es solo un signo de que algo no acabar de carburar en la economía española. Es también un problema social, por las implicaciones que puede tener el enquistamiento del paro de larga duración en este colectivo.
Los primeros golpes, explica el sociólogo Antonio Izquierdo, catedrático en la Universidade da Coruña, se producen en la autoestima y pueden derivar en situaciones muy diversas, desde «la dejadez en el aseo y en el interés por conservarse sano, malos hábitos con la comida y la bebida o incluso enfermedades mentales». Claro que la situación no afecta solo al parado, sino que los efectos los sufre toda la familia, sobre todo los hijos: Hay, explica el experto, « una transmisión intergeneracional de la frustración y del fracaso», que puede derivar también en una «desestructuración de las familias» y en la pérdida de lazos con el resto de la comunidad, ya que la vergüenza que produce el desempleo, aunque no sea buscado, puede provocar el abandono de las relaciones sociales con amigos y vecinos.
No solo hay una ruptura con el círculo más cercano. Cuando uno se siente «escoria y excluido, sin iniciativa, sin voz ni derechos -en palabras de Izquierdo-», también se puede producir una «desvinculación de la política y de la democracia». Por eso no extraña que la implosión del sistema político bipartidista que se había instalado tras la Transición haya coincidido con un momento de crisis económica y social sin precedentes en las últimas décadas.
«La democracia requiere una mínima implicación en lo colectivo, en la comunidad, y eso solo se produce si los ciudadanos se sienten iguales social y políticamente». Cuando un volumen importante de la población deja de sentirse un miembro valioso y participativo de esa comunidad, el sistema se resquebraja.
Pero, ¿por qué las cifras del paro juvenil copan titulares y minutos de televisión y no pasa lo mismo con los desempleados mayores? Izquierdo da varias claves. La primera, el temor de la clase dirigente a una juventud «más activa, más rebelde y menos resignada», que puede irrumpir en política con energía para provocar cambios. Además, «la madurez se considera menos valiosa económicamente». Cuando un trabajador maduro pierde el trabajo la culpa la tiene él: «Es la autoinvisibilidad , la exclusión del fracasado».
Y el problema no es solo de presente, también de futuro, porque este desempleo de ahora se traducirá mañana en pensiones más bajas y menor calidad de vida. «Sin ninguna duda, la pobreza y la desigualdad irán en aumento», concluye el sociólogo, que cree que ese empobrecimiento se produce por una doble vía. La directa, por la situación personal del ahora desempleado, y la indirecta, «a través de la herencia de fracaso, de la transmisión de la exclusión social que se difunde y se traslada a los hijos».
Tensión de género
Este relato, matiza el experto, «está hecho pensando en el hombre como sustentador principal de la economía del hogar, pero si es la mujer la que se integra en el mercado de trabajo [y resiste mejor en su empleo en los servicios como así ha ocurrido durante la crisis] y pasa a ser la que más ingresos aporta, o la única que contribuye, a la economía familiar, entonces, a lo anterior, se añade un malestar cultural, una puesta en cuestión de la jefatura del hogar». En esos casos, explica, «la tensión de género, el desafío del rol masculino y, en consecuencia, de la autoridad, puede generar rupturas e incluso violencia en el interior del hogar».
Izquierdo alerta del problema social que genera el paro. | Ángel manso