Poder y banca central

Xosé Carlos Arias CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA. UNIVERSIDADE DE VIGO

MERCADOS

27 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde hace varios años todos los ojos están puestos sobre los banqueros centrales, como consecuencia lógica del hecho de ser los únicos entes de la política macroeconómica que dan muestras de estar vivos y bien despiertos. Las políticas monetarias han ido superando casi todos los límites imaginables y, posiblemente gracias a eso, el deterioro económico no ha sido mucho más acusado. Pero, claro, los costes de esa política también han sido importantes, y ahora mismo no se sabe muy bien qué hacer con la enorme masa de liquidez creada.

No es extraño, entonces, que esté resucitando con fuerza la vieja cuestión de si los bancos centrales deben ser o no independientes, que en el 2008 se daba por zanjada. Recordemos que en aquel momento, solamente algunos economistas ubicados en una cierta heterodoxia, como Joseph Stiglitz, impugnaban el modelo de independencia, señalando posibles problemas de coordinación con las políticas fiscales, o apuntando a la posibilidad de que los banqueros centrales acabaran apartándose de los gobiernos, pero no de los grupos bancarios afectados en primer término por su política.

Ahora, sin embargo, un amplio escepticismo sobre ese modelo parece extenderse entre muchos economistas conservadores, que hasta hace muy poco lo defendían cerradamente. Es el caso, por ejemplo, del experto alemán Otmar Issing, quien fue el primer economista jefe del BCE, y que acaba de afirmar «cuando los mandatos de los bancos centrales no se limitan a la estabilidad de precios, su independencia puede resultar cada vez más cuestionable en una sociedad democrática». Y es que, ciertamente, el primer y fundamental motivo para que, desde principios de los años noventa, se aprobaran estatutos de independencia para muchos bancos centrales, fue la amplia evidencia de que esa situación era la que mejor favorecía la lucha contra la inflación, que era en esos momentos el objetivo de referencia de las políticas macroeconómicas. Pero ahora que la inflación registra tasas históricamente bajas, difícilmente se podría destacar ese motivo.

Por lo demás, un amplio consenso se va abriendo en torno a la idea de que políticas monetarias y regulación financiera deben estar profundamente vinculadas, y en todo caso en manos de un único organismo (lo que hace unos años por lo general no ocurría). Pues bien, muchos de quienes siguen creyendo que para la primera tarea los bancos deben ser independientes, lo niegan para la segunda. Así lo ha hecho, por ejemplo, el importante panel de expertos que publica Rethinking Macro-Policy, que intenta llegar a acuerdos sobre cómo será la macroeconomía del inmediato futuro. Sin embargo, dado que el organismo es único, la contradicción es manifiesta.

Buena parte de las dudas recientes viene por la vía de hecho. El Banco de Japón, por ejemplo, ya ha sido devuelto a la esfera del gobierno por la llamada Abenomics. En Gran Bretaña el gobierno conservador post-brexit -tan parecido a lo que se suele llamar populismo- no deja de presionar descaradamente al gobernador del Banco de Inglaterra, de un modo que hubiera sido inimaginable hace un par de años. No es raro que un guardián de la ortodoxia como The Economist haya titulado «Las manos fuera» una serie de artículos para defender al actual gobernador, Mark Carney, de esas presiones. Y en la caso de Estados Unidos, todo indica que la llegada de Trump va a significar una nueva relación entre la administración presidencial y la Reserva Federal: de hecho, en pleno proceso de transición ya se está anunciando el fin de la política de bajos tipos de interés, cuando esa decisión corresponde a la Reserva. Todo indica, por tanto, que bancos centrales y gobiernos se encaminan hacia un nuevo tipo de vínculo, cuyo carácter concreto no es, ahora mismo, fácil precisar.