Las mentiras al descubierto cincuenta años después del experimento de la prisión de Stanford
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Este estudio de psicología social ha servido durante décadas para justificar la postura de que el ser humano puede tener fácilmente conductas violentas, pero un nuevo documental con los participantes del experimento revela que la investigación estaba sesgada
30 nov 2024 . Actualizado a las 11:12 h.El experimento de la prisión de la Universidad de Stanford del año 1971 es uno de los estudios científicos más polémicos del siglo XX. Pocos trabajos en el campo de la psicología han sido objeto de tanta discusión y controversia como este, llevado a cabo en California por el profesor Philip Zimbardo. A nivel mediático, esta experiencia que puso a dos docenas de participantes a simular ser guardias y prisioneros durante días se convirtió en un suceso espectacular y, en la cultura popular, supuso un antes y un después en la comprensión de la naturaleza humana. Pero a cinco décadas de esa cárcel ficticia, las verdades sobre este experimento han salido a la luz.
Ya desde hace años se empezó a cuestionar la validez científica de la investigación, que extrapola conclusiones generales sobre la condición humana a partir de una muestra del comportamiento de menos de 25 individuos durante un período de una semana y en una situación, como mínimo, inusual. Ahora, la nueva serie documental The Stanford Prison Experiment: Unlocking the Truth, con testimonios de algunos de los sujetos que participaron del estudio y del propio Zimbardo, revela no solo errores metodológicos sino un nivel de manipulación por parte del director del experimento para guiar a los participantes y alterar los resultados que, a todos los efectos científicos, los invalida.
Antecedentes
Corría el verano de 1971. La guerra de Vietnam estaba por llegar a un desenlace y la juventud estadounidense se rebelaba contra la autoridad. En el imaginario popular, el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial seguían muy presentes. Tanto, que la corriente de la época en la psicología social se abocaba a estudiar hasta dónde estarían dispuestos a llegar los individuos para cumplir con las órdenes directas de sus superiores dentro o fuera de ese tipo de contextos bélicos.
Así, en los años sesenta, el psicólogo de Yale Stanley Milgram había publicado un artículo describiendo una serie de experimentos en los que pedía a individuos que pulsaran un botón para electrocutar a alguien. La electrocución era ficticia, pero los participantes no lo sabían: el objetivo era evaluar la disposición de los sujetos para obedecer órdenes de una autoridad incluso cuando estas entraran en conflicto con su conciencia o con la moral. En otras palabras, esta investigación, precursora de la de Stanford, buscaba despejar la ecuación del comportamiento humano respondiendo a una pregunta: ¿Acaso cualquiera de nosotros sería capaz de cometer atrocidades, dadas las circunstancias indicadas?
El experimento
Philip Zimbardo (1933-2024), psicólogo y profesor en la Universidad de Stanford, dedicó la mayor parte de su carrera profesional al estudio del control mental que las instituciones ejercen sobre las personas y lo que él llamó la psicología de la maldad. Postuló en diversos trabajos que el contexto exterior puede llegar a moldear la conducta de los individuos hasta llevarlos a cometer actos extremos por su propia voluntad, sin coerción.
Desarrollado durante el verano de 1971 en un sótano de la universidad, el experimento de la prisión, desde su planteamiento, buscaba probar esta hipótesis. Se trataba, según Zimbardo, de averiguar qué pasaría si se ponía a un grupo de personas a interpretar los roles de prisioneros y guardias de una cárcel. Para ello, se convocó a hombres jóvenes de la comunidad a través de un aviso en el periódico que ofrecía una recompensa de 15 dólares al día a los participantes, lo que equivaldría a unos 113 dólares de hoy, ajustando según la inflación.
Los participantes fueron seleccionados mediante pruebas de estabilidad psicológica y, posteriormente, se les asignó de manera aleatoria un rol dentro de la 'prisión'. Se les entregaron uniformes que dejaban claro el rol de cada participante y aquellos que harían de agentes penitenciarios asistieron también una a sesión preparatoria en la que se les explicó que debían imponer reglas a los prisioneros y evitar que se escaparan.
Los reclusos, por su parte, debían llevar un uniforme muy similar a una bata de hospital, diseñado específicamente para resultar humillante, sobre todo teniendo en cuenta que, durante el experimento, no tenían permitido usar ropa interior. Aquí comienzan los problemas: los expertos que han analizado el estudio en las décadas siguientes han considerado que estas prácticas distan de las que se desarrollan en centros penitenciarios reales y que su uso en el experimento tuvo como fin manipular a los participantes.
Según expresó Zimbardo en numerosas ocasiones tras el experimento, las instrucciones que se les dieron a los guardias se limitaron a indicarles que debían mantener el orden dentro de la prisión y que para ello podían poner las reglas que considerasen necesarias. Los prisioneros tendrían que respetarlas.
Así, se dio inicio al experimento. El día uno, Zimbardo envió a una patrulla policial a 'arrestar' a los participantes que harían de prisioneros, sin avisarles previamente. Los llevaron a la cárcel ficticia en el campus de Stanford, les hicieron desnudarse y les entregaron sus uniformes, que serían su nueva identidad: se había indicado a los guardias que se refirieran a ellos por su número de prisionero en vez de usar sus nombres, algo que tampoco es frecuente en los ámbitos penitenciarios reales.
Los prisioneros estaban confinados y debían permanecer en la prisión simulada hasta que terminara el estudio. Por el contrario, los guardias tenían acceso a áreas para descansar y relajarse. Se les indicó que trabajaran en equipos de tres personas haciendo turnos de ocho horas vigilando la prisión y no estaban obligados a permanecer en el lugar después de su turno, sino que podían volver a su casa.
La narrativa oficial de Zimbardo sostiene que los participantes internalizaron rápidamente sus roles, convirtiéndose en tiranos opresivos o en víctimas sumisas, respectivamente. Esta sería la evidencia que el psicólogo buscaba acerca de la facilidad con la que el ser humano puede adoptar comportamientos autoritarios y deshumanizadores cuando se le sitúa en una estructura de poder asimétrica.
Con el paso de las horas y las reglas cada vez más extremas que imponían los guardias, los prisioneros se empezaron a rebelar. Se negaron a salir de las celdas, arrancaron los números de sus uniformes y comenzaron a insultar a los guardias. En respuesta, ellos les impusieron castigos más duros. Los obligaron a hacer flexiones de brazos y restringieron su acceso al baño. Les quitaron las almohadas, las sábanas e incluso los uniformes. Los separaron en dos grupos y llevaron a los prisioneros 'buenos' a una celda más cómoda, donde les dieron también ropa y alimentos. El resto fueron relegados a una celda sin camas.
En menos de 36 horas, Douglas Korpi, uno de los prisioneros, tuvo lo que en apariencia era un brote psicótico, llegando a gritar «¿No veis que me estoy quemando por dentro?», y abandonó el experimento. Posteriormente y, también, en el documental, afirmó que había fingido el brote para que le dejaran salir tras haber sido rechazada su petición de dejar la investigación.
En total, el experimento duró ocho días. Zimbardo sostiene que tuvo que ponerle fin al ver lo peligrosos que se estaban volviendo los comportamientos de los guardias, que rápidamente empezaron a abusar de su poder.
Cuestionamientos éticos y metodológicos
A medida que el experimento se convirtió en un icono cultural, surgieron críticas respecto a su diseño y ejecución. Desde una perspectiva metodológica, se ha señalado que el estudio carecía de controles rigurosos y estaba viciado por el sesgo del propio Zimbardo, quien no se limitó a observar lo que ocurría, sino que asumió un rol dentro de la falsa prisión, como superintendente.
En la serie documental, algunos participantes que hicieron de guardias, como Dave Eshelman (conocido dentro de la 'prisión' como John Wayne, por haber adoptado un rol especialmente severo) aseguran que Zimbardo no solo guió su comportamiento abusivo, presionándolos de manera directa cuando consideraba que no eran suficientemente duros con los reclusos, sino que también los manipuló al darles a entender que los guardias no eran parte del experimento en tanto sujetos, que estaban allí como actores, interpretando un papel, y que los investigadores se centrarían en evaluar a los prisioneros.
En el 2018, un informe del académico francés Thibault Le Texier reveló documentos internos, grabaciones y transcripciones que indican que Zimbardo y sus asistentes alentaron activamente a los guardias a comportarse de manera autoritaria y violenta. Esto contradice la idea de que los guardias asumieron espontáneamente su papel abusivo. En una grabación, se puede oír a un asistente de Zimbardo diciendo a los guardias que su papel es «infundir temor» en los prisioneros, lo que, como señala Le Texier, compromete la validez de los resultados.
Por otro lado, desde la psicología social se ha cuestionado la afirmación de Zimbardo de que este experimento recreara las condiciones reales de una prisión. Al ser conscientes de que estaban participando de una investigación, los sujetos afirman en el documental que se comportaron según los roles que se les habían asignado, porque creyeron que eso contribuiría a establecer las bases de una reforma carcelaria. En una época de estallido social contra las guerras y la violencia autoritaria, estos jóvenes idealistas estaban intentando probar, con sus acciones en el marco del experimento, que las cárceles no eran un entorno adecuado para rehabilitar a las personas. En síntesis, es difícil extrapolar los resultados de este estudio a otros grupos o situaciones, dada la naturaleza específica de un experimento de estas características.
El legado del experimento de Stanford deja clara la influencia de la autoridad en la conducta humana. Más que una transformación espontánea, el comportamiento de los guardias fue influenciado por la autoridad del propio Zimbardo, que estableció las reglas y supervisó la dinámica de poder. Sin embargo, a pesar de los abusos, no todos los prisioneros sucumbieron al rol de víctima, y algunos guardias se resistieron a participar en actos de crueldad.