Del tren Regional 87 al despacho oval

Francisco Espiñeira Fandiño
FRANCISCO ESPIÑEIRA REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

Caricatura de Joe Biden
Caricatura de Joe Biden Pilar Canicoba

El nuevo inquilino de la Casa Blanca es un católico padre de tres hijos, con estudios en Arte, Inglés, Políticas, licenciado en Derecho y político vocacional

21 ene 2021 . Actualizado a las 16:18 h.

En terminología española, Joe Biden es lo que se definiría como un campechano. Joseph Robinette Jr, que así fue bautizado en su Scranton natal (Pensilvania, 1942) era hijo de un pequeño empresario acomodado que se arruinó tras varios reveses y que acabó mudándose a Delaware para reinventarse. Joe fue un estudiante normalito, apenas pasaba del C, el equivalente al aprobado en España- que destacaba como jugador de fútbol americano y que estudió Artes, Políticas e Inglés antes de licenciarse en Derecho en 1968. Tenía también una importante tartamudez, que fue superando con esfuerzo.

Biden no era el mejor político en la carrera por la nominación demócrata. Parecía retirado después de renunciar a su oportunidad de ser presidente tras el segundo mandato de Barack Obama, cuando la élite demócrata eligió a Hillary Clinton para pelear contra un Donald Trump al que todos los estrategas menospreciaron desde el principio y que acabó llevándose la victoria.

El entonces vicepresidente recogió sus bártulos en silencio y abandonó su despacho en la Casa Blanca para retirarse a su casa de Wilmington y pasear con sus perros. Pero, para Biden, levantarse después de cada golpe es una constante desde su infancia.

Cerca de allí, en Claymont, creció con sus abuelos mientras su padre intentaba reinventarse tras arruinarse. El talento como vendedor de coches usados de su progenitor le permitió disfrutar de una cómoda vida de la típica clase media americana, con acceso a una buena formación universitaria.

Católico -juró el cargo sobre la biblia familiar que le acompaña desde 1973-, está casado en segundas nupcias con Jill Tracy Jacobs después de la muerte de su primera esposa, Neilia, con la que tuvo tres hijos: Beau, Hunter y Amy, aunque esta perdió la vida en el mismo accidente de tráfico que acabó con la de su madre. A ellos se unió una hija de su nueva relación, Ashley Blazer.

El accidente que se cobró la vida de Neilia y de su hija Amy la semana antes de la Navidad de 1972 fue un duro mazazo para el ahora presidente. Según sus amigos, fue la única vez en la que se planteó dejar la política, en la que siempre participó desde joven, para dedicarse al cuidado de sus hijos.

El entonces líder demócrata en el Congreso, Mike Mansfield, le convenció para que siguiera en los distintos movimientos en los que militaba y poco después lanzó al joven abogado a la carrera política en el ámbito nacional para competir contra un veterano, Caleb Boggs, que intentaba aprovechar la ola favorable a Richard Nixon, que arrasó en aquellas elecciones al vencer en 49 de los 50 estados.

Inesperado éxito

Aquel inesperado éxito y el apoyo de Mansfield le permitieron ir subiendo por las entrañas del Partido Demócrata en el Capitolio a pesar de algunas acusaciones por tocamientos sexuales a colaboradoras, pues acumula hasta ocho denuncias.

A su interés por la defensa de los derechos civiles fue sumando experiencia en la lucha contra el crimen organizado y las drogas. Incluso logró aprobar una ley con su nombre en 1994 que incluía extender la pena de muerte a 60 nuevos delitos, como el narcotráfico, el uso de armas de destrucción masiva o el terrorismo.

También descubrió los secretos de las relaciones internacionales desde su puesto de senador. Apoyó al Reino Unido en la guerra de las Malvinas y fue clave para convencer a Bill Clinton para utilizar la fuerza contra el dictador comunista Slobodan Milosevic en la antigua Yugoslavia a principios de los 90.

Tampoco dudó en mostrar su apoyo a la reacción de George W. Bush tras el ataque del 11S ordenado por Osama Bin Laden. Y, como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, votó a favor de la invasión de Irak en el 2002, en un movimiento clave para autorizar la operación militar.

Dos intentos fallidos

Joe Biden logró ser presidente a la tercera. Fracasó por primera vez en 1988, en medio de una polémica por haber plagiado un discurso electoral del entonces líder laborista británico, Neil Kinnock. Con su campaña totalmente desacreditada, sufrió dos aneurismas cerebrales que le obligaron a renunciar.

Veinte años después, con las bendiciones de todo el establishment demócrata y una larga carrera en el Capitolio a sus espaldas, volvió a intentar dar el salto. Su historial de servicios a Estados Unidos era infinito y enfrente apenas despuntaba un joven negro que parecía poco rival para un peso pesado de la política como él. Su adversario se llamaba Barack Obama y pronto se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. En el caucus de Iowa quedó quinto y tiró la toalla por segunda vez para apoyar al joven abogado de Chicago, que, a su vez, le correspondió con la nominación a la vicepresidencia y ocho años de una estrechísima amistad que no se quebró ni cuando Obama se decantó por Hillary Clinton como candidata del Partido Demócrata.

Vida sobre raíles

Senador por Delaware desde 1973, se ha pasado media vida en el tren Regional del Noroeste 87, el mismo que ha usado todas las semanas para cubrir los 170 kilómetros que separan su casa de Wilmington del Capitolio. Apenas una hora y media sobre raíles, noventa minutos en los que meditar sobre la frágil estabilidad de la política. Joe Biden tiene ahora en sus manos el botón rojo y el control de la primera potencia política, militar y económica del mundo. Nadie espera grandes sorpresas en sus decisiones. Presume de ser una persona predecible y tranquila a la que los años le han ido enseñando a valorar bien todos los riesgos. Muchos apuestan a que, por su edad, 78 años recién cumplidos, y sus problemas de salud, será un presidente de un solo mandato. Incluso hay quien especula con que se irá antes y dejará el timón de Estados Unidos a su número dos, Kamala Harris. Pero si algo ha enseñado Biden a sus amigos y adversarios es que nunca tira la toalla. Cinco décadas de servicio público así lo acreditan. Y tendrá el apoyo de su mujer, Jill, y de sus perros para volver a Wilmington.