El poder de la palabra escrita

Darío Villanueva

GALICIA

El director de la Real Academia Española, Darío Villanueva, aludió a La Voz como un medio que desde sus comienzos ha defendido la libertad

07 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

No es fácil, creedme, encontrar las palabras justas para expresar lo que siento al recibir un premio tan apreciado como este sin haber pensado nunca, ni remotamente, en ello, ni considerarme, de verdad, merecedor de tanto. Puesto a buscar razones, amén de la benevolencia y generosidad del jurado, solo encuentro una plausible recurriendo a esa gran obra sapiencial, auténtico libro de cabecera, que el Nobel norteamericano William Faulkner confesaba leer todos los días «como otros leen la Biblia». Me refiero, claro está, a El Quijote, cuya segunda parte auténtica hace justamente ahora cuatro siglos que se publicó. Ya hacia el final de la novela se formula esta sentencia: «Que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la mano o con una mitra en la cabeza».

No vara o mitra, sino el premio Fernández Latorre es lo que se me entrega ahora, quiero entender que como consecuencia natural de una ya larga trayectoria de profesor y estudioso, pero sobre todo como fruto de mi ventura y del favor de la Fundación que me lo concede.

Cierto que a lo largo de mi vida me he visto alguna que otra vez, al igual que Sancho Panza, mandado a administrar ínsulas, y siempre recordé el consejo que don Quijote le proporcionó en semejante tesitura: «has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey». Estas últimas palabras las tendré también muy presentes de ahora en adelante para que los humos del Fernández Latorre no se me suban a la cabeza.

Un premio instituido por una Fundación que lleva los apellidos del creador, hace ya 133 años, de uno de los grandes periódicos de Galicia y de España. Desde sus inicios se caracterizó por la defensa de la libertad que en otra cita famosa del Príncipe de nuestra letras «es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida».

Como lector inveterado y filólogo tenaz mantengo una intensa vinculación con esa facultad privativa del género humano que es el lenguaje y con esos prodigios instrumentales que nos permiten realizarla que son las lenguas, tanto habladas como escritas.

En esta segunda dimensión, potenciada por lo que desde McLuhan se ha dado en llamar la Galaxia Gutenberg, menudean los elogios a un artefacto maravilloso, que es el libro. Cierto que el erudito Octave Uzanne inauguraba en 1894 un nuevo género con su relato El fin de los libros en el que en la Royal Society de Londres se discutía su desaparición futura por culpa del fonógrafo. Ciento quince años después la campaña que Jeff Bezos desencadenó al presentar el Kindle 2 hizo reavivar el tema de la muerte del libro, a la que se puso nueva fecha: 2018. Pero a tres años de esa profetizada catástrofe lo cierto es que hoy por hoy nunca se han escrito, impreso, editado, vendido, robado, almacenado, plagiado, estudiado, leído y comentado tantos libros como las estadísticas más fiables nos lo hacen saber.

Augurios semejantes también se vierten sobre el futuro de los periódicos, de los que, en manifiesta injusticia, no se escriben sin embargo tantas laudatios como las rendidas al libro.

A ese objetivo quisiera dedicar yo mis últimas palabras, que nacen, no de la cortesía o de la gratitud que la circunstancia del premio podría inspirarme, sino de una vivencia y una convicción que me sale del corazón.

Desde niño experimenté día a día como una suerte de milagro la llegada a mis manos del periódico, fresco todavía de la tinta que lo sustanciaba, diferente por sus contenidos a la edición de ayer pero igual, siempre, a la vida misma que me rodeaba.

Soy de los que leen los periódicos para saber qué nos está pasando realmente. Porque la vida meramente vivida es en sí misma casi siempre caprichosa, aleatoria, caótica, acaso incongruente, de modo que con frecuencia lo que le da sentido a las experiencias propias y ajenas, a los hechos, es ponerlos por escrito, con las mejores palabras en el orden mejor que diría el poeta inglés. Palabras que, además, en las páginas de los diarios están tasadas, y sus redactores se rigen por un brillante principio de economía lingüística.

Las múltiples y sucesivas revoluciones de la sociedad de la comunicación han producido nuevos medios, muy poderosos, para dar cuenta de la realidad. Admiro sin reservas el fotoperiodismo en el que parece cumplirse el dicho oriental de que una imagen vale más que mil palabras. Pero en la mayoría de los casos la urgencia con que se transmite audiovisualmente la noticia no permite sino ofrecer meras impresiones de lo sucedido. Su significado profundo vendrá con la lengua y con la escritura, y en este sentido el periódico es y será insustituible.

Aquel niño lector de diarios que yo ya era, pensaba en el mérito de los titanes que cada veinticuatro horas llenaban páginas y páginas de palabras escogidas con buen tino, las imprimían, fabricaban los periódicos y los transportaban, muy de mañana, hasta donde los lectores los esperábamos para entender lo que nos estaba ocurriendo. Me parecían Hércules anónimos y misteriosos dotados de un enorme poder.

No pensaba yo entonces en la noción del cuarto poder de Edmund Burke que empezó a circular en pleno siglo XVIII. No entraré en disquisiciones políticas o sociológicas, que no me son propias, pero sí repararé en lo puramente lingüístico. En la realización verbal del lenguaje es inevitable que actúe la función representativa de la realidad, junto a la emotiva o expresiva por la que manifestamos nuestros sentimientos, y la llamada función impresiva o imperativa de la que nos servimos para incidir sobre la conciencia y la conducta de los demás. Estas tres funciones se cumplen en las páginas del diario. Pero el ejercicio de la palabra ha ido acompañado siempre del poder demiúrgico no solo de reproducir la realidad, sino también de crearla.

No es casual, pues, que en el libro del Génesis la creación del universo por Yahvé se realice allí mediante una operación puramente lingüística, cuando «Dijo Dios: «Haya luz»; y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana, día primero». Del mismo modo es creado el firmamento, las aguas, la tierra, y así sucesivamente.

Mas, en términos muy similares al Génesis judeo-cristiano, la llamada Biblia de la civilización maya-quiché, el Popol-Vuh o Libro del Consejo, narra la Creación de este modo: «Tal fue en verdad el nacimiento de la tierra existente, "Tierra", dijeron los Poderosos del Cielo, y enseguida nació».

Cuántas veces, en nuestra habla coloquial, utilizamos como argumento de convicción la frase «lo dice el periódico». Ahí está, gracias a la palabra, el gran poder del periodista, y en su deontología, el código no escrito para administrarlo. Diarios que como La Voz de Galicia han pervivido a lo largo de más de un siglo lo han conseguido porque sus autores han administrado con prudencia su poder y porfiado por la defensa de la libertad.

Muchas gracias, señor, por la inolvidable satisfacción que me dais al recibir este premio de vuestras manos. Gracias, señor editor y presidente; gracias mil, miembros del jurado. Gracias, en fin, por su atención, Señoras y Señores.

«Soy de los que leen los periódicos para saber qué nos está pasando realmente»