
Andrés Neuman, en su biografía novelada «Hasta que empieza a brillar» no solo deshace falsos mitos sobre María Moliner, sino que la recupera del injusto olvido y nos descubre su contagiosa valentía
04 jul 2025 . Actualizado a las 05:00 h.«Má, yo quiero trabajar donde viven las palabras». Lo dijo una niña de 5 años. Se llamaba María Moliner. Y en esa frase estaba toda su vida. María soñó con un mundo hecho de palabras. Y lo construyó. Contra todo pronóstico. Como escribió Virgilio hace dos mil años: «Labor omnia vicit improbus» (el trabajo tenaz todo lo vence). María fue esa clase de persona.
Andrés Neuman lo cuenta en la biografía novelada Hasta que empieza a brillar, que no solo deshace falsos mitos sobre María Moliner, sino que la recupera del injusto olvido y nos descubre su contagiosa valentía.
Con poco más de 12 años, María tiene que enfrentarse a un disgusto familiar. Niña aún, lo encara con una sensatez y determinación insólitas a su edad: su padre, médico en Argentina, abandona a la familia. De su mente infantil no puede borrar la imagen de un padre inspirador que les recomendaba estudiar y los matriculó en la Institución Libre de Enseñanza. Por eso, sentirse abandonada por ese padre causó en María un profundo impacto: dolor, desconcierto, rabia. Pero supo transmutar estas emociones en impulso. Como apunta Neuman: «María se juró estudiar con furia por su padre. Por él, pese a él y contra él».
Al mismo tiempo, percibe en su madre no solo la tristeza, sino la angustia económica. Y como muestra temprana de ese coraje que será su sello, decide ayudarla dando clases particulares de latín, la única asignatura de letras con alta demanda de clases particulares. Y así, como yo misma treinta años después, María aprende Latín enseñándolo. Lo que por la mañana se aprende, por la tarde se enseña.
María vive con entusiasmo la efímera esperanza de la Segunda República y se convierte en activista de la renovación educativa. Pero la guerra y la interminable posguerra lo desbaratan todo. Tanto ella como su marido, catedrático de Física Teórica, son degradados, relegados, silenciados.
Ya con 50 años, sus hijos criados, María redescubre su pasión por la palabra. Busca en el diccionario una expresión que ha oído a uno de sus hijos. No la encuentra. Ni esa ni tantas otras: coloquiales, juveniles, periodísticas... ¡vivas! Entonces, esa noche sueña. Sueña que ese diccionario, el que falta, lo construye ella. Y lo hace.
Durante quince años, sobre la mesa del salón, mientras se cuece el guiso, María garabatea miles de fichas. El resultado: las ochenta mil entradas de su Diccionario de uso del español. Una proeza solitaria, un milagro de lucidez y determinación en una España que no lo ponía fácil. «El diccionario más completo, más útil y más divertido de la lengua castellana», como lo definió García Márquez. Y aun así, su candidatura a la Real Academia fue rechazada. Y aun así, luego vino el olvido.
Pero, incluso sin el reconocimiento oficial que merecía, María venció. Y está bien que un autor actual de la libertad y profundidad de Andrés Neuman nos ayude a recordarlo.
María venció porque no solo consiguió «trabajar donde viven las palabras», sino que incluso construyó el templo donde esas palabras, las del español de la calle, pudiesen vivir dignamente.
Su vida fue esfuerzo y determinación, pero también esperanza e ideal. Su vida fue lo que Virgilio nos dijo, y también lo que ella soñó: la confluencia de ambos impulsos. Y está bien que aprendan esto los jóvenes. Y que los demás no lo olvidemos.