—Lo que ya no parece posible es hablar del rock and roll como la voz de esta generación.
—Pues no lo sé. Yo tampoco creo que la voz de esta generación sea el reguetón. Esa música está muy bien para salir una noche de perreo, a ver si pillas. Pero como música generacional, con todo lo que eso conlleva de acompañamiento cultural, yo no la veo.
—¿Te han segado la esperanza de raíz, como dices en «La estirpe de Caín» o aún sigues creyendo en ella?
—La esperanza es un sentimiento bien interesante. Yo muchas veces me siento obscenamente feliz. A mis 78 años digo: «Joder, es que me va de puta madre». Pero, inmediatamente, contrapongo el sentimiento de los que no pueden hacer lo que yo hago. Y entonces, hacia dentro estoy superfeliz y, hacia fuera, cabreadísimo. Mi esperanza se sustenta en que habrá otra gente como yo que se mostrarán agradecidos a la vida pero críticos con lo que les rodea. Convivir con esas dos realidades despierta en mí la esperanza. Que no es una esperanza bobalicona, de esas de decir «bueno, ya vendrá algo o alguien que lo solucionará». No, lo tenemos que solucionar nosotros. Lo veo difícil porque es que... Mira, si a una rana la echas en una olla de agua hirviendo, todo su organismo reacciona de tal forma que es capaz de dar un salto y salir fuera. Pero, si la metes en una olla de agua tibia y le vas poniendo fuego poco a poco, la rana no se da cuenta de que se está quemando y muere. Yo creo que las nuevas generaciones que vienen detrás se tienen que dar cuenta de hay una élite de la sociedad, muy pequeña pero dominante, que nos está cociendo a fuego lento. Por eso les insto a que no se queden confortables en el agua templada.
—Tú que le cantaste un himno, ¿cuál es en estos momentos el estado de salud de la alegría?
—Pues fíjate, pienso que es una de las armas que tenemos para combatir este escenario. Es un sentimiento casi catequista. Estar alegres a pesar de estar jodidos. Yo canto en todos los conciertos el Himno a la alegría. Que, por cierto, en este formato acústico suena maravillosamente. Para mí es una melodía que refleja lo mejor, la parte más luminosa del ser humano.
—Hace poco nos sorprendiste cantando en gallego una canción, «Benvidos», en un disco de Luar na Lubre.
—Hombre, tío, ¿te has dado cuenta de qué paso he pegado en mi formación humanista? (se ríe). Ya había cantado en catalán con Serrat y en euskera con Kepa Junkera. Y ahora me encantó que me llamaran Luar na Lubre y poder cantar en gallego. Primero, porque es un grupo al que admiro muchísimo. Bieito [Romero] es un sabio. Y después, está ese guiño al Bienvenidos... Me lo pasé genial.
—Bien que se agradecen esas manifestaciones de compromiso con la defensa de las lenguas y de las músicas minorizadas.
—A mí me encanta, por ejemplo, cuando veo en la tele que le meten un canutazo a alguien por la calle y habla en su lengua materna. Me parece fundamental conservarlas porque, además, eso no está en contradicción con la evolución. Al contrario. Esa defensa impide que las importaciones culturales se impongan de forma mayoritaria. Y demuestran que modernidad y tradición pueden convivir perfectamente. Lo que nunca se debe admitir es que se coarte esa libertad, que nos la censuren. Tener que hablar de esto a día de hoy debería producirnos sonrojo. Que a alguien le pueda parecer mal que cada uno se exprese como quiera, me parece absurdo.
—¿Qué les dirías hoy a los hijos del rock and roll?
—Bienvenidos. Lo mismo que hace 40 años. Bienvenidos... Que falta nos hacéis.
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