El declive del verano

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

25 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Apesar de que esta última semana hemos disfrutado de un tiempo veraniego, hace años que vengo observando cómo hacia la mitad de agosto el verano propiamente dicho empieza a despedirse sin ningún disimulo. Lo sabían muy bien antes los hombres del campo, siempre atentos a los pequeños matices de los cambios del tiempo. Lo explicaba, también, Xosé Luis Barreiro en un artículo reciente, detallando las diferencias entre el verano mediterráneo, el continental y el nuestro, que es el atlántico. Y lo intuyen los niños, que después de dos meses largos de vacaciones, empiezan a acordarse de que aquellas aulas que abandonaron en un lejano y ya borroso final de curso se van a

convertir en su porvenir inmediato. Mis amigos y yo lo supimos ya en nuestra adolescencia, cuando empezaban a regresar al pueblo las chicas que habían veraneado con sus familias en playas turísticas. Venían morenas, con un moreno uniforme, no como el nuestro, mucho más modesto, como el río en que nos

bañábamos. Parecían más altas y más guapas, y nos contaban, casi por entretenernos, el ambientazo de los guateques a los que habían acudido dentro de la gran libertad que dispensa el verano. Aunque todavía vestían ropa playera, camisetas ligeras, sandalias y minifaldas que resaltaban su piel dorada por el sol de la costa, su regreso era señal de que el verano se estaba yendo. Hace unos días me encontré en el pueblo con una de aquellas chicas, hoy una abuela joven y divertida, que acababa de llegar de su lugar de veraneo de siempre, y su encuentro fue el que me

suscitó todos estos recuerdos. Hay aspectos de la vida sobre los que parecen resbalar los años sin afectarles. En este caso sólo la presencia de sus nietas, unas niñas bronceadas por el sol de la playa, era lo que marcaba la diferencia. Da pena que se vaya el verano porque siempre acaba llevándose algo agradable de nuestras vidas: ese paseo al atardecer con

nuestra pareja, por la playa o por la orilla de un río; esa fruta fresca que cogimos directamente del árbol y que comimos con el gusto natural de lo verdadero; esa cerveza fría con el grupo de amigos, hablando de cosas intrascendentes mientras todo lo que nos rodea parece en orden y sin problemas; esas horas de

lectura a la sombra de un árbol de la huerta o del parque cercano, que nos pone en sintonía con otros mundos y otros anhelos; esa salud y alegría que se ve en los cuerpos con poca

ropa y dorados por el sol que nos encontramos en las calles y en las terrazas de nuestras ciudades… Mi abuela, que en los últimos

años de su vejez nonagenaria se había vuelto rotundamente isotérmica (porque no se abrigaba más en invierno, ni se aligeraba la ropa en verano) decía, sin embargo, que las largas y

soleadas tardes de julio venían a alargarle la vida. Y así la recuerdo yo, sentada en el banco de piedra que hay delante de la casa familiar, orientado al poniente, tomando con sosiego el sol que se iba ocultando tras la cerca de la huerta. Es inevitable no sentir nostalgia de la pérdida de esos momentos tan gratos como sencillos que nos regala la vida. Y el verano, para los gallegos, es un regalo importante que pone luz, variedad y color en la mochila con la que afrontaremos el largo camino del otoño e invierno, que empiezan a colarse por las brechas que la segunda mitad de agosto va abriendo en la maquinaria del tiempo. Lo confirmé, de nuevo, el otro día al encontrarme con mi amiga, de vuelta ya de su eterno veraneo.