Secretos del tiempo

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

24 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Creo que era el filósofo Bergson quien puso en cuestión que el tiempo avanzase siempre de forma uniforme hacia adelante, pues a veces podía detenerse e incluso, retroceder. Nunca logré entender racionalmente esa teoría, pero un día de esta semana logré experimentarla. Se me congeló la tarde en el horizonte nublado y podía ser la de un día de cualquier invierno perdido en el tiempo. Explicarlo no es fácil. No lo fue ni para el mismo san Agustín, que dejó escrito en su obra Confesiones: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me pregunta, lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé».

Yo lo entendí a mi manera un día de estos, podando la parra de nuestra casa familiar en mi pueblo. Una tarea que vengo haciendo desde que murió mi padre, y que cada año afronto por estas fechas de febrero con un poco de recelo, porque tengo más voluntad que conocimientos técnicos.

Pero suele ocurrir que, cuando desconocemos un oficio, lo practicamos con más precaución y respeto.

Ahora lamento no haber hecho caso cuando mi padre quería enseñarme estos cuidados de la huerta. De todas formas, ese temor que siento a dañar partes vitales de la parra cada vez que empiezo a podarla, se me disipa poco a poco al decirme a mí mismo que la parra sigue ahí, con toda su vida y esplendor, y que ningún año ha dejado de dar uvas; con mayor o menor abundancia, pero siempre cumple, lo que es señal de que la cosa va razonablemente bien.

Y ahí, encaramado en la escalera de mano, me encuentro en esta tarde de febrero, con un aire tibio del sur y un sol tímido que amaga con nublarse. Desde lo alto, domino la frondosidad de una parra más vieja que yo, a la que recuerdo así, vigorosa y fuerte, desde siempre. Es grande, con unas cepas poderosas que, sobre unos soportes de hierro, la extienden a lo largo del lateral de la casa que da al poniente. Pero, más importante que las uvas ?que son dulces y muy sabrosas- es la sombra que nos regaló y sigue regalando a lo largo de todos los veranos de nuestras vidas. Bajo sus hojas, con los lentes en la punta de la nariz, leía mi abuelo el periódico en las tardes del verano, rodeado de los perros y gatos caseros, que también buscaban el fresco para descansar.

Bajo su sombra, en una gran mesa de carballo, comíamos la familia los días más calurosos del estío. El rigor del calor nos lo controlaba oportunamente la parra, igual que en esta tarde aporta tranquilidad y sosiego a toda la huerta. Moviéndome entre los sarmientos y ramas viejas que voy cortando, la parra se deja hacer sin mayores objeciones, se va entregando dócilmente para no desentonar de la armonía de la tarde.

Hay un silencio antiguo en el ambiente, solo roto por el chasquido metálico de la tijera de podar, que tiene un sabor bíblico y también literario. No importa que tenga un espectador a mi lado, a escasos centímetros de mi cabeza, porque sigue en silencio, con respeto y mucha atención, mi trabajo. Es la gata Uva, cuyo nombre se debe, precisamente, a que apareció de muy pequeña encima de esta misma parra, y se quedó para siempre en la casa. Se conoce que lo suyo son las alturas y cada año que me ve en este trabajo, acude, rápida y contenta, a hacerme compañía, jugando con las ramas y zarcillos que voy cortando.

La escena tiene una espiritualidad reconfortante y el sabor de las verdades antiguas.

Le tengo que agradecer a la gata que, al menos, alguien preste un poco de atención a los viejos oficios.