En el artículo anterior hablé de teléfonos de última generación. Hoy, por una vivencia reciente, escribiré sobre algo mucho más rudimentario, como pueden ser los utensilios caseros de antes, que se conservan en muchas casas gallegas de la gente de mi quinta. Esta semana estuve con un hijo revolviendo en cajas que, cubiertas de polvo y silencio, guardan objetos de la vida familiar de otra época. Del uso y funcionamiento de algunos conservo plena conciencia. Ahora parecen utensilios rescatados del pleistoceno, y, sin embargo, tuvieron vida y utilidad hasta hace pocos años, pues se usaban con toda normalidad en mi niñez. Y ahí estaban, con la sencillez de sus formas y envueltos en el anonimato al que los condenó el paso del tiempo: objetos caseros que tuvieron protagonismo en la vida de la familia y que hoy sólo son un punto de referencia del pasado.
A medida que íbamos sacando de las cajas polvorientas aquellos objetos de otro tiempo, ya sin oficio ni utilidad, con las formas simples de un diseño elemental, iban ganando valor ante mis ojos. Es como si, al exponerlos a la luz, al sacudirles el polvo y adecentarlos un poco, recobrasen algo de vida, volviesen a reconocerse en su identidad primera. Así, el molinillo de café, que llenó de olor denso tantas tardes de nuestra vieja cocina, parecía mostrarse dispuesto a moler los granos que hiciesen falta, que irían cayendo en forma de polvo negro en su cajoncito inferior, perfectamente ajustado. Y la vieja balanza romana, que mi abuela usaba con soltura en sus arreglos domésticos, sin que echara en falta, desde luego, la precisión de las básculas electrónicas de hoy. Y allí estaba, también, la vieja plancha de carbón, con su tosca chimenea en lo alto, que me trajo el recuerdo de mi madre en aquellas largas tardes de los domingos que ella dedicaba a preparar la ropa de la casa para toda la semana. Y me alegró encontrar los dos moldes (grande y pequeño) del flan, el postre favorito de la familia, que una tía mía preparaba con la maestría de un chef con muchas estrellas Michelín. De aquellos huevos de otro tiempo, y de las gallinas heroicas que los ponían, queda ya sólo el testimonio de estos moldes, perdidos en la vorágine de los tiempos. El mortero de madera, perfectamente torneado, que mi abuelo, -que había hecho la mili en África- llamaba con propiedad léxica ‘almirez’, su nombre árabe… Pero, más que los recuerdos, a mi cabeza acudía la misma reflexión: lo que fue útil y provechoso en un tiempo no lejano, hoy se ha convertido en algo inerte, y no sabemos muy bien qué hacer con todo ello en esta sociedad de consumismo desbocado. Algo parecido va a acabar pasando con las personas mayores: como la tecnología lleva un ritmo imposible de seguir para quien va metiéndose en años, acabaremos siendo desbordados por ella, al margen de lo que los nuevos inventos vayan aportando al pulso de la vida, del progreso y de la actualidad.
Y en un sobre bien cerrado encontramos una colección de monedas de mi época, cuyo valor le fui explicando a mi hijo, que las miraba con una sorpresa cómica: un patacón (diez céntimos de peseta), una perra chica (cinco céntimos), dos reales (moneda con agujero, cincuenta céntimos), una peseta rubia, otra de papel… Con ellas se podían comprar caramelos, ir al cine, comprar un chiste… No me creyó que tal menudencia hubiese tenido tanto valor para aquellos niños.