Un Govern maldito desde el 2010

LOURDES PÉREZ MADRID / COLPISA

ESPAÑA

Los expresidentes catalanes Artur Mas y Carles Puigdemont, en el 2017.
Los expresidentes catalanes Artur Mas y Carles Puigdemont, en el 2017. Alberto Estévez | Efe

La salida de Junts entierra la fase más crítica del «procés», que ha desencadenado cuatro adelantos electorales desde que Mas fue elegido hace 12 años con otros tantos presidentes de la Generalitat

09 oct 2022 . Actualizado a las 20:26 h.

Hubo algo premonitorio en la fijación del 14 de febrero del 2021 para celebrar las últimas elecciones autonómicas en Cataluña, al menos por ahora. Era domingo Día de San Valentín, fecha propicia para edulcorar el amor, pero también el aniversario de la matanza ordenada en Chicago por Al Capone en 1929. Desde que el independentismo catalán -el de primera hora y el sobrevenido- comenzó a calentar motores hasta su implosión en el referendo ilegal de hace un lustro, el romance político entre Esquerra y las sucesivas marcas de la hoy extinta Convergència se han asemejado más a un matrimonio de conveniencia suscrito bajo la causa común de la ruptura con la España constitucional que a un emparejamiento de largo aliento y hoja de ruta inquebrantable.

Los socios han compartido avatares insólitos que trazan una historia común en la última década, pero ni siquiera los encarcelamientos y condenas posteriores al 1-O han bastado como argamasa sentimental para sostener una entente siempre al borde del divorcio. Entre el Día de los Enamorados y la masacre de San Valentín en modo incruento, la militancia de Junts acaba de decantarse por lo segundo.

El Govern de Pere Aragonès, el primero comandado en democracia por ERC tras el simbólico regreso del exilio de Josep Tarradellas, persevera desde su nacimiento, preñado por las trifulcas internas con Junts, en la inestabilidad convertida en el inquilino más fiel del Palau de la Generalitat desde las catalanas que ganó, a la tercera, Artur Mas en el 2010.

Nadie imaginó entonces que el mandato del 'hereu' del pujolismo, el dirigente acunado en las alfombras del poder autonómico, iba a desembocar en la primera gran Diada secesionista apenas dos años después y en el primer anticipo de los comicios autonómicos. Nadie llegó a imaginarlo, entre otras cosas porque Mas había sacado adelante sus Presupuestos con el electrón libre del hoy resucitado Joan Laporta y gracias a la abstención del PP de Alicia Sánchez Camacho.

El candidato de CiU -la alianza por antonomasia del catalanismo hecha cenizas en la hoguera del procés- forzó la llamada a la urnas creyendo que iba a surfear la ola independentista y a capitalizar el enfrentamiento con el Gobierno de Mariano Rajoy. Erró. Perdió 12 escaños y ERC duplicó su presencia en el Parlament. Otro hito premonitorio.

Extenuante década

El rupturismo catalán se ha hartado en esta extenuante década de corear aquello del 'Volem votar' reivindicando la celebración legalizada de un referendo. Lo ha hecho dos veces en sendos plebiscitos inconstitucionales. Y los catalanes han pasado 15 veces por las urnas convencionales desde el 2010 si a las cinco convocatorias de autonómicas se le suman las generales, municipales y europeas. Cinco comicios propios y cuatro presidentes en la Generalitat, tres de los cuales -Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra- no acabaron sus legislaturas, todas ellas convulsas y anómalas.

Es una incógnita si Aragonès logrará el objetivo de coronar la suya una vez que va a quedarse con 33 escaños de los 135 del Parlament, apenas el 25 % en un hemiciclo muy fragmentado y tironeado por la proximidad del ciclo de la municipales y las generales.

Pero sobre el dirigente republicano pende la maldición que la trituradora del procés viene ejerciendo sobre el conjunto de la política catalana, devorando siglas y líderes. El propio Aragonès ascendió al poder desde la vicepresidencia -antes de consolidarse a raíz de las elecciones del 14-F del año pasado- para sustituir a Quim Torra cuando este fue inhabilitado judicialmente por haber desobedecido el mandato de la Junta Electoral para que no hiciera campaña con pancartas a favor de los presos del procés y con los lazos amarillos seña de identidad del separatismo.

Torra, que dio por muerta la convivencia con ERC en el Govern casi desde que asumió el cetro del poder, había acabado aupado a su vez a la Presidencia de la Generalitat después de la peripecia de Puigdemont, destituido por Rajoy en aplicación del 155 de la Constitución, prófugo de la Justicia en Waterloo y candidato fallido a la reelección.

Un Puigdemont al que casi todo el mundo veía como un títere de Mas -pronóstico equivocado- cuando los anticapitalistas de la CUP se cobraron su cabeza en enero del 2016. Entonces aún quedaba por delante la fase más crítica de un procés que ha quedado definitivamente enterrada con la salida del Govern, referendo mediante, de Junts.