La clase media empieza a ser un espejismo en Portugal. Las tiendas están vacías. En los mercados los que atienden los puestos de verdura o fruta se rifan los clientes. Muchos jóvenes han tenido que abandonar la universidad, y los jubilados, que aún desconocen cómo les afectarán los recortes que prepara el Gobierno, vaticinan el fin del Estado de bienestar. Porque el Ejecutivo ha apretado tanto el cinturón que empieza a ahogar.
Las terrazas de una pequeña plaza de Barcelos están llenas. Grupos de jóvenes beben cerveza superbock -producto nacional- o degustan un cafeciño. Representan el futuro de Portugal, una juventud sobradamente preparada que quiere volar alto. Pero los recortes que se han ido aplicando desde que el Estado fue intervenido les han cortado las alas, al menos para volar dentro de su país: «Cada vez estamos más abandonados, porque nos han recortado las bolsas para estudiar. Este año en la universidad ha habido un 20 % menos de matrículas. Las familias no tienen dinero para poder enviar a sus hijos a estudiar», explica Teresa, una joven fotógrafa que cursó estudios superiores en Oporto. Vive con sus padres. Tiene 25 años. Acabó en diciembre el contrato que tenía. «Ganaba unos mil euros; la mitad, los pagaba el Estado, y la otra mitad, el empresario, pero eso se acabó y ahora estoy en paro. No tengo derecho a subsidio», apunta.
Difícil emancipación
Igual que esta chica, los chavales lusos tiene muy complicado independizarse. Menos aún tener hijos. Los que los tienen, dicen que «cada vez se hace más complicado tener el segundo en Portugal». Porque no hay trabajo. O está mal pagado. «En la rama fotográfica, por ejemplo, cogen antes a alguien que tenga un par de cursos que a una persona con estudios superiores porque le van a pagar menos», asegura. Y no ve salida. «Hay muchos licenciados que están trabajando en supermercados por el salario mínimo, 485 euros al mes».
No es la única que tiene esa opinión. A su lado está Fabio, que ha de trabajar para estudiar. Y José, que dejó Empresariales porque «estaba gastando el dinero». Todos han de apoyarse en sus padres, cada vez más empobrecidos por los recortes.
Un dato publicado hace unos meses en la prensa hablaba de que en Portugal había 605.000 personas cobrando el mínimo.
Esa devaluación de la clase media lusa se respira en el ambiente. De esa plaza de Barcelos en la que estos jóvenes disfrutan del sol parte una calle comercial que avanza hacia la explanada en la que se instala el mercado, donde los agricultores de la comarca ofrecen sus productos. En cada portal hay una tienda. La mayoría tienen colgados en los escaparates carteles que anuncian algún saldo. Pero los salarios están tan bajos que ni las ofertas atraen a los clientes. Casi todas están vacías. La dependienta de una de ellas imprime una sonrisa cuando ve a entrar un cliente. Se levanta, saluda. Y cuando ve que este no compra nada, responde con un agradecido «vuelva otra vez, aunque sea a vernos».
En la feria también se desviven por atraer clientes. Cuando alguien compra un grupo de mujeres se acercan para ofrecer otros productos. Melones, huevos, tomates, gallinas... Un chico que no alcanza ni de lejos la mayoría de edad despacha verdura en un puesto junto a su madre. Atiende con diligencia: dos repollos, cuatro zanahorias y unas judías, por 1,2 euros. Al acabar, retira unos céntimos que intercambia en el puesto de enfrente por un higo.
Jubilados
La calle comercial y la feria son dos estampas de Portugal. Y en medio, una tercera: tres jubilados en un banco. Son Herminio, Alfredo y Manuel. También les han tocado los recortes, pero están acostumbrados a vivir «con crise». Describen lo que pasa a su manera. «Las ayudas a los jubilados son pequeñas, unos 250 euros. La mía es un poco mayor, pero no digo a nadie cuánto es», cuenta uno. Apunta que lo peor es ahora «para la gente joven, porque estaba acostumbrada a gastar, pero para como nosotros, no es una novedad», explica. Otro de ellos se atreve a vaticinar que en 20 años no habrá Estado de bienestar. A lo que un compañero responde: «Pues vas a llamar por teléfono desde la tumba para contarlo».
«Vuelva otra vez, aunque sea a vernos», animan al cliente en un comercio