«Tardas en aterrizar. Pasas de vivir con la adrenalina a tope, te conoce todo el mundo... de repente, todo se rompe y ya no te pasan la mano por el hombro. Y aún así, lo que más me dolió fue dejar de entrenarme y jugar. Mi agenda de cada día. Me sentí vacío», se sincera. «Ahora entreno a jugadores que trabajan once horas de noche y no fallan a un entrenamiento o un partido. Me costó hacerme a esta categoría, gestionar el grupo, no saber ni con cuántos puedo contar. Tácticamente, sigo aprendiendo. Te das cuenta de las cosas que dejaste de aprender por no fijarte en lo que hacía el entrenador», resume.
Con todo, recomienda con pasión que los niños practiquen fútbol. «Sobre todo, deporte. Pero si quieren ser futbolistas, que vayan a entrenarse todos los días, aunque llueva o no jueguen. Y acaben la temporada con el mismo equipo. Si luego no les gusta, que cambien de club o incluso de deporte. Hay que enseñar a divertirse, a aprender y no a meter goles. Hay edades para competir y otras no. Hay niños que no saben ni correr, van descoordinados. Y abuelos que les dan un euro por cada gol. No lo soporto. Los hunden», lamenta.